Venimos señalando la preocupación por la deriva totalitaria del país. Un proceso lento, incremental, progresivo, casi imperceptible; jamás una súbita y traumática interrupción del curso democrático–como se dijo. Postulamos que la crisis presente, suma de pandemia incontrolada y quiebra del aparato productivo, es caldo de cultivo para el radicalismo social y la descomposición política. Un flujo molecular, peligroso y sutil, capaz de disolver la República sin advertirlo a tiempo.
En ese sentido, aunque la atención apunta a otro lado, debe inquietarnos el dicho reiterado del Ministro de Defensa, que el estado de emergencia y el toque de queda se extenderán: “hasta fin de año o se descubra la vacuna”. Regularizar la excepcionalidad constitucional en un régimen cotidiano será siempre una postura anti-democrática repudiable. Desconoce garantías constitucionales básicas. La “nueva normalidad” que propone el Gobierno resulta inaceptable y tiene que ser denunciada al mundo.
No es de ahora el aprovechar alguna tragedia nacional para beneficios políticos subalternos. Pero en esta oportunidad la grosería es monumental. A pesar que el ejercicio de los derechos fundamentales –según la Constitución– admite excepciones por sanidad pública, reguladas por la Ley General de Salud, Vizcarra prefirió la suspensión global de derechos, aplicando la emergencia constitucional del Art. 137º. Este ukase pasó desapercibido en medio del pavor ciudadano, sin dejar resquicio alguno para la crítica.
Suspender el ejercicio a la libertad y seguridad personales, al domicilio inviolable, a la libertad de tránsito y reunión, parecía justificarse con la cuarentena sanitaria. Sería el vehículo para su cumplimiento. Mas esta vinculación desapareció en julio al levantarse la cuarentena, salvo ciertas regiones. Sin embargo, el D.S. Nº 116-2020-PCM no explica por qué el coronavirus sólo es dañino en la noche y no en el día. Tampoco el por qué no se focaliza la emergencia constitucional.
Estas inquisiciones no puede ser absueltas a la luz de la salud pública. Otros son los motivos. Aluden al voluntarismo autoritario que tensa las instituciones democráticas hasta romperlas e instala un régimen omnímodo que pone fin a la República. Que sigue al patrón de las llamadas “dictaduras del siglo XXI”, que no abjuran de las elecciones y dicen respetar las formas democráticas; pero cuya hegemonía instaurada se da maña para concentrar el poder y tornar superfluas las libertades cívicas.
En este panorama lo peor es cerrar los ojos, restando importancia a cada tropelía autocrática por su aislamiento. Olvidan que “una gota con ser poco –como dice la canción– con otra forma aguacero”. 21 años atrás la enjundiosa democracia venezolana bajó la guardia, se dejó encandilar y acabó perdida.