Pedro Castillo representa el grado más avanzado del deterioro de la política peruana. De este capítulo de la historia nuestra, caballero; que comenzó tras la caída de la mafia que lideraban Fujimori y Montesinos y ha estado signada por el continuo crecimiento de la economía, el cuidado de las cuentas fiscales y la más importante reducción de la pobreza en doscientos años republicanos: de alrededor del 50% en el 2000, a 28% aproximadamente en el 2020.
También por la evolución de una clase media que, al son de la riqueza generada, creció en número, en desorden, sin dirección, sin más aspiración inmediata que escapar de la pobreza. Clase o sector medio que viene de la informalidad y a la que erróneamente siguen muchos denominando “informal”.
Las causas que explican este crecimiento económico del Perú aparecen en otro ensayo que publiqué hace tres años y debe el lector revisar para mayor entendimiento.
Como la economía se proyecta sobre la política, aquel desorden económico, aquella “informalidad” se proyectó sobre la política peruana. En consecuencia, proliferaron desde orquestas musicales convertidas en movimientos políticos locales hasta grandes constructoras troqueladas en partidos políticos nacionales. Apareció así la nueva política “informal”. O “chicha”, según la edición última del diccionario de peruanismos aprobado por el habla franca de nuestro lenguaje popular.
Al crecer la economía, hubo más recursos para invertir, para gastar. Se construyó mucho. Se levantó mucha infraestructura. Se implementaron nuevas redes. Con tanto dinero en circulación, con tantas atracciones modernas y un Estado que no evolucionó a la velocidad con que acontecía todo lo anterior -burocrático, lento, desbordado por la nueva posibilidad de gasto- y una Política ineficiente; al arca abierta, hasta el más justo pecó.
La ineficiencia caracteriza a lo informal y a aquello que viene de lo informal y no termina por superar.
Esta etapa no fallida de nuestra historia reciente tiene los cronos contados. Como toda transición histórica, no sucede de la noche a un nuevo amanecer. Es un proceso de cambios que, naturalmente, genera resistencias. Que viene de una negación. La negación de esta negación se determina en un acontecimiento que simbolizará la nueva tesis superior a todo lo que le precede. Acontecimiento que será un hito, un símbolo, un recordatorio para reflexionar. Por ejemplo, el 28 de julio es el día de la independencia peruana, pero es menester recordar que la presencia de los realistas duró cuatro años más, hasta la batalla de Ayacucho; y aún más, si consideramos la resistencia en la Fortaleza del Real Felipe o la rebeldía de los iquichanos. Esta determinación histórica que estamos por cerrar, agotada por sus propias contradicciones, la retrasada evolución de nuestro Estado, la ausencia de estrategias; solo se realizará si una conducción política se afirma para señalar estrategias.
Como nuestro retraso económico venía de muy atrás, de una historia de postergaciones, todo lo avanzado estas últimas dos décadas, resulta insuficiente. Entonces aparece la contradicción, cuyo signo más visible acaso sea la pobreza persistente. Pobreza dura, resistente a ser vencida. Contradicción que se agudiza ante el deterioro de la Política que no conduce.
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La anterior elección de 2021 es una primera comprobación de esta tesis. Había sostenido antes, durante el proceso electoral interno del Apra, que se trataba de la elección más trascendente de las últimas dos décadas, por lo antedicho: cerrábamos un ciclo y abríamos otro. Pero esta transición no concluye. Viene del ajustado triunfo para la presidencia de la República de Pedro Pablo Kuczynsky el 2016, cuando la derrotada Keiko Fujimori no aceptó los resultados presidenciales. Kuczynsky Godard -economista vinculado a la banca, sector donde se desempeñó profesionalmente-, había sido ministro de Energía y Minas en 1980, durante el segundo gobierno de Fernando Belaúnde (1980 – 1985). Estuvo dos años en el cargo, hasta que, por una polémica propuesta de exenciones tributarias, fue relevado. Diecinueve años después asumió la cartera de Economía y Finanzas con el presidente Alejandro Toledo (2001 – 2006). Al año también tuvo que renunciar debido a las protestas que se suscitaron en Arequipa, tras el intento por privatizar las generadoras hidroeléctricas de Charcani. A poco más de año y medio volvió a Economía y Finanzas. Estuvo seis meses en el cargo, cuando pasó a la presidencia del Consejo de ministros hasta la culminación del mandato de Toledo Manrique.
Aunque su experiencia en la cosa pública era importante, su paso por la política fue siempre efímero, de entrada y salida. Finalmente postuló a la presidencia de la República el 2011. Quedó tercero, a pocos votos para pasar a la segunda vuelta. Cinco años después repitió el plato. Esta vez avanzó al balotaje también por estrecho margen -2,3% de la votación válida-, donde finalmente venció a Fujimori, siempre por estrecho margen: cuarenta y un mil votos de diferencia, que representaron el 0,2% de la votación válidamente emitida. PPK era hasta aquel momento el tecnócrata que no es político y por tanto debe ser siempre concurrido por el Estado.
Dejando de lado la política empezó a gobernar. Tenía enfrente un Congreso controlado por la turba que arrastró Fujimori: setenta i tres (73) congresistas de un total de ciento treinta (130). Y empezaron los problemas. El presidente nunca intentó conversar, negociar, llegar a acuerdos, establecer pactos o alianzas parlamentarias, políticas. Sus respuestas fueron siempre la de un técnico, su actuación fue siempre la de un técnico, su acción fue siempre la de un técnico. Y la bancada fujimorata dedicada a la más cerrada oposición política, jugando “como juega el gato maula con el mísero ratón”; sin más agenda que censurar ministros de Estado. Lo chispeante de este convite era que ambos contendores, ambos grupos políticos venían del mismo lado del espectro al que sin menor distinción se denomina derecha. Con matices; uno tecnócrata, en el ejecutivo; la otra populista, en el legislativo.
Para este momento, el aprismo contaba con una bancada de cinco congresistas que a veces votaba partida, otras en bloque. Sin duda la más importante del Parlamento, muy consultada, muy abordada; recuerdo en alguna ocasión presenciar a una congresista norteña apeada del grupo mayoritario, preguntando a uno de los miembros de la Célula Parlamentaria Aprista, en medio de los tantos griteríos por aquel entonces: “maestro, ¿qué hacemos?”. Aquel instante recordé una sentencia que habría expedido Porras Barrenechea: “La vejez es el único derecho que se ejerce con pesar”.
Al fin de la batalla, agobiado por las acusaciones sobre su participación como miembro de una consultora que trabajaba con empresas brasileras, mientras ejercía la cartera de Economía, PPK presentó su carta de renuncia a la presidencia de la República, dieciocho meses después de juramentar el cargo y antes que el Congreso lo vaque.
Asumió su primer vicepresidente, Martín Vizcarra. Sobre este figurón expresé mi posición en su momento, en un artículo bastante repetido. Aquí vale recordar que su mantenimiento en el poder solo fue posible con lo que quedaba del fujimorato, bancada dividida tras el intento fallido de sacar de la cárcel al expresidente Alberto Fujimori en diciembre de 2017 -todavía con PPK en el poder-, lo cual significó una de varias investigaciones fiscales que sobrevendrían vinculadas a hechos políticos. Cosas de familia. Acuchillados mutuamente Ejecutivo y la mayoría del Legislativo, Vizcarra Cornejo, un personajillo sin mayores brillos y con argumentos simples, ganó la pulseada, facilitado por la lumpen teatralización de aquellos. Desacreditado el Congreso, el presidente Vizcarra lo disolvió el 30 de setiembre de 2019, tras entender una cuestionada negación fáctica de confianza solicitada por el gabinete ministerial. Era la segunda negación. El mismo grupo de Fujimori Higuchi había rechazado una primera confianza planteada por el gabinete encabezado por Fernando Zavala el 2017, durante el mandato de PPK. Como la sucesión presidencial ocurría dentro del mismo periodo constitucional; entonces, a la segunda negación de confianza, el Ejecutivo quedaba facultado para disolver el Congreso y convocar elecciones complementarias. Así ocurrió. El Legislativo allanó el camino del Ejecutivo.
Vino el interregno, sin oposición política, sin amenaza de censura desde el Parlamento y con cuatro ministros que debieron ser relevados. Luego veremos el significado de esto.
En enero de 2020 se realizaron las elecciones para completar el periodo parlamentario hasta el 2021. Y sobrevino una comedia de confirmaciones que entristecen, como triste el payaso que exagera con sus muecas y su risa antes de llorar.
No recuerdo en la historia reciente del país, figura política más torpe que la señora Keiko Sofía Fujimori Higuchi. Venía de dos elecciones ajustadas, el 2011 y el 2016. De esta, la claque que llevó al Parlamento y coreaba su nombre se disolvió. O mejor, autodisolvió: de setenta i tres congresistas, quedaron en cincuentaicinco. Envuelta en mantras, terminó encabezando las investigaciones alrededor de esas organizaciones criminales brasileras que se hacían llamar empresas y financiaban candidaturas y ganaban contratos sobornando funcionarios públicos. Tuvo todo el poder en el Congreso y acabó preliminarmente encarcelada por la justicia peruana. Corrió sola y tropezó.
Pudo acompañar la gestión de PPK y en cinco años ser la primera mujer en ejercer la presidencia de la República del Perú. Pudo reivindicar su apellido para la historia, marcando distancia del régimen de su padre, reconociendo errores cometidos, disculpándose por lo que ella no hizo. Pero prefirió el choque. Sin agenda política, sin rumbo conocido, piloteaba un mototaxi sobrecargado a toda velocidad. Porque si, aparentemente la excarcelación de Alberto Fujimori parecía ser una viñeta en su agenda, las divisiones que produjo el indulto humanitario comprobaron que, ni siquiera eso fue estrategia en discusión. Peleó con el hermano Kenji, congresista por esta misma agrupación denominada Fuerza Popular, quien formó una nueva bancada. Peleó con PPK. Peleó con Martín Vizcarra. Y el papá retornó a la cárcel.
Cuando observaba transitar a la señora Keiko Sofía por este hipo del capítulo en descripción, imaginaba la lucha en que se batían los Prado -padre, hijos y nietos- contra el fallo de la Historia. Recordaba como el anterior dictador Manuel A. Odría luego formó un partido político, participó en elecciones, llegó al Congreso, se convirtió en actor clave de la política de su tiempo. Cómo otros dictadores latinoamericanos hicieron lo mismo en historias distintas. En la reciente, la señora entró y salió de prisión más de una vez. Hoy, enfrenta una acusación fiscal que terminará para la histeria. Quién sabe si el antecedente de Ollanta Humala, quien no indultó a su hermano Antauro -condenado a diecinueve años de prisión por homicidio y rebelión contra el Estado-, siendo aquel presidente de la República, la convenció para no usar el poder que tenía con setenta i tres congresistas que le respondían. Quién sabe lo que habría servido apenas un tratado sobre política como cabecera de cama. O un compendio histórico. Quien supiera que los reinados por herencia pierden majestad cuando dejan de cultivar la virtud. Quien supiera tanto.
Alguna vez el congresista aprista, Jorge del Castillo -hombre de Estado y acaso uno de los políticos más importantes del país de las últimas cuatro décadas- enfatizó en una cena por qué votó en contra de la primera de las censuras -o amagues de censuras- que llevó adelante la barra que dominaba el Congreso entonces, contra Jaime Saavedra, encargado de Educación de PPK; quien venía así desde el gobierno anterior de Ollanta Humala: “Algo he aprendido en todos estos años” me dijo, en tono bastante irónico. “Veía venir lo que pasó”. Efectivamente, el presidente había renunciado, el expresidente Alan García se había suicidado, el Congreso atomizado.
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Para las elecciones complementarias de enero de 2020 el aprismo no superó la valla electoral. El resultado fue un Congreso con una mayoría de novatos, sin mayor experiencia política, reunidos en diferentes minorías. Acápite aparte quedó, en la historia del drama, la anterior bancada que hacía tres años y medio llegó con setenta y tres (73) congresistas, esta vez reducida a quince. De sus exintegrantes, algunos postularon por diversas agrupaciones, otros tantos continuaron, varios desaparecieron.
No se había instalado el nuevo Congreso cuando, el quince de marzo, el gobierno decretó la inmovilización del país, debido a la pandemia ocasionada por el Covid-19. Tres semanas después, observando los protocolos sanitarios, juramentaron los flamantes congresistas que completarían el periodo restante hasta julio del 2021.
Pudo el Perú afrontar con solvencia los primeros momentos de la pandemia, pues contaba con los recursos y una logística acumulada y construida durante las dos décadas precedentes; con baja deuda pública, importantes reservas internacionales e instituciones experimentadas en el manejo de crisis, como el terremoto en Pisco el 2007 o las lluvias que cayeron sobre el país el 2017. Empero, los meses siguientes fueron vertiginosos, afrontando los estragos que dejaba a su paso el virus. Al prolongarse las restricciones sanitarias, pues ni los contagios, ni las muertes cedían; cierta incertidumbre circuló respecto a las elecciones generales que debían celebrarse el siguiente año. Hasta que el ocho de julio apareció la convocatoria, para el 11 de abril de 2021. Las conmemoraciones por el día de la patria en julio se suspendieron y el cronograma electoral empezó a ejecutarse.
En una democracia más o menos seria, más o menos ordenada, convocadas las elecciones presidenciales, parlamentarias o generales -según el régimen político en cada país-, el cálculo atenuaría las disputas políticas, así como las expectativas económicas, a la espera de las performances y el desenlace de la campaña. Mas en el Perú campea el desorden, los acuerdos políticos se negocian a media voz y el debate progresa a gritos. Sin tregua, a pocas semanas de correr el calendario electoral, con la segunda ola de contagios encima y un alto porcentaje de fallecidos por el virus, el frágil régimen empezó a desmoronarse. Renunciaron los más próximos al presidente de la República y aparecieron vergonzosos vínculos con personajes impresentables y audios que confirmaban lo que se negaba a todos los vientos.
Fue la prensa, quien sabe habilitada por qué interés y de qué tipo, la que reveló irregularidades sobre hechos precedentes, durante la gestión de Vizcarra como gobernador regional en su natal Moquegua, cinco años atrás. Las sospechas sobre corrupción se extendían cada vez más y la defensa del presidente pasaba del desdén por las denuncias al rechazo frente a las acusaciones.
En tres meses, de setiembre a noviembre, el régimen levantado sobre la salida del titular expulsado del campo de juego se desmoronó. Una primera moción de vacancia presentada en setiembre no prosperó. Durante las siguientes semanas, aparecieron nuevos reportes consignando declaraciones dentro del expediente fiscal, con pagos de coimas, directa e indirectamente; todo sustentado. Una segunda moción de vacancia fue admitida a debate el 2 de noviembre. El 9, tras formular sus descargos y el consecuente arduo debate, Martín Vizcarra era destituido por el Congreso por incapacidad moral.
Vizcarra Cornejo recuerda al personaje forzado en los procedimientos y las normas. Carente de iniciativa propia, actúa como el ingeniero de la obra que, pese a comprobar sobre el terreno que lo presupuestado debe ser ajustado y ante la duda o necesidad de tomar decisiones durante la ejecución del proyecto, responde siempre: que se cumpla lo que dice el expediente, que se haga lo que dicen los planos. Cuando en julio de 2018 se difunden los audios que comprometen a jueces, fiscales y empresarios con actos de corrupción y estalla el escándalo, su respuesta es nombrar una comisión de teóricos, para elaborar la propuesta política que luego propondrá al Congreso.
Como este no le hace caso, mete miedo y plantea una cuestión de confianza. De negarse esta segunda confianza, quedaría habilitado para disolver el Congreso y convocar elecciones complementarias. Finalmente, en setiembre de 2019, tras tiras y aflojes, el gobierno interpretó una decisión del Congreso como una negación fáctica de confianza y lo disolvió.
La elección complementaria celebrada en enero de 2020 comprueba la nulidad política de este aborrecible personaje, quien compite en torpeza con Keiko Fujimori, su rival por instantes. Antes señalé que, durante aquel interregno, cuatro ministros de Estado fueron removidos por diversos errores de gestión, lo que indicia la poca capacidad de un presidente y un Consejo de ministros que operaban sin oposición legislativa. Esta vez no llevó ni alentó siquiera una bancada. Entonces, disuelve el anterior Congreso obstruccionista y convoca elecciones para elegir uno nuevo… que lo termina vacando por incapacidad moral. Cosa de locos.
Hijo del compañero César Vizcarra -constituyente en 1978 con Haya de la Torre-, candidato por el aprismo la primera vez que postuló al gobierno regional de Moquegua, antes de ganar la elección en su segunda postulación por un movimiento regional, Martin Vizcarra Cornejo es de aquellos tipos que no necesitan evaluación. Se califica solo.
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La segunda vicepresidente de la fórmula presidencial que encabezó PPK, era Mercedes Aráoz. Cuando Martín Vizcarra anuncia la disolución del Parlamento hay un intento de este por vacar al presidente y juramentar a Aráoz Fernández, lo que no prospera. Inmediatamente ella presentó su carta de renuncia. Es aceptada ocho meses después, en mayo de 2020. En noviembre, Vizcarra Cornejo es vacado. Desecha la fórmula presidencial, le correspondió asumir, aquel noviembre de 2020, al presidente del Congreso, Manuel Merino, quien juramentó en estricta observancia del mandato constitucional.
Merino de Lama organizó un gabinete con políticos experimentados y profesionales de primer nivel, saliendo el país de meses de confinamiento sanitario y el proceso electoral en marcha.
Pero la salida de Vizcarra originó protestas, sobre todo en la capital peruana. Grupos tan reducidos como activos y una población harta por el encierro, recorrieron la ciudad, disgustados, sobre todo con el Parlamento. Cuando la Policía intentó contener a los marchantes más violentos, ocurrieron dos muertes, nunca del todo esclarecidas. Sin respaldo congresal y con las cartas de renuncia de los miembros del gabinete ministerial sobre la mesa, a los seis días de juramentar el cargo, el presidente Merino renunció.
Dos días después, tras intensos debates y negociaciones, el Congreso eligió a Francisco Sagasti su titular y lo puso en línea de sucesión constitucional. Así asumió la presidencia de la República y condujo el país hasta completar el mandato 2016 – 2021.
Sagasti Hochhausler es un investigador vinculado a temas de políticas públicas que, recién en este tramo reciente, participó en política activa. Su breve mandato tenía dos objetivos principales: conducir el proceso electoral en curso y comprar las vacunas contra la Covid-19 para iniciar la inmunización de la ciudadanía. Ambas tareas las cumplió con eficiencia, considerando las fortalezas financieras con las que cuenta el país y la logística construida para vacunar hasta en los lugares de más complicado acceso, como antes fue señalado.
Los comicios generales convocados para abril de 2021 guardaron características muy peculiares. Como en todo el orbe, el país salía de la pandemia y los estragos dejados a su paso. Si bien al principio de la cuarentena el gobierno hizo lo que correspondía, al igual que los demás países -fundamentalmente restringir la circulación pública, disponer subsidios económicos y testear a la población-; las características de la economía peruana obligaban a adoptar medidas heterodoxas, considerando el alto emprendimiento personal, micro y pequeño empresarial, la concentración de la población, las diversas condiciones geográficas, la fragilidad de una clase media en construcción y, por todo lo antepuesto, la estructura del sistema de salud peruano.
Habrá que esperar hasta cuando las cifras de casos y fallecidos a nivel mundial se sinceren para confirmar si fue el Perú uno de los países más afectados, en términos porcentuales, tal como aparecía en los momentos más duros de la pandemia. Pero definitivamente el impacto sobre la moral de la población fue tremendo, con el sistema de salud colapsado y considerando además que veníamos de conocer los destapes por corrupción que afectaron a todo el sector político que participó estos veinte años de crecimiento de la economía. Y las ingentes sumas de dinero que se festinaron en obras públicas.
Conforme se aproximaba el día D, el desinterés por la elección no cedía y la incertidumbre aumentaba. Sobre la recta final, durante los últimos tres meses de campaña, todos los sondeos mostraban empates técnicos. Incluso en varios de estos, los porcentajes de blancos, nulos, viciados, no sabe, no opina, superaban las intenciones de voto por algunos candidatos. Dos semanas antes del día de la elección apareció el nombre de Pedro Castillo en las encuestas, dejando atrás el grupo: “otros candidatos”. En la semana última este sindicalista magisterial estaba en el grupo de avanzada de los empates técnicos. Pronto sería recordado por su protagonismo tres años antes, durante una sonada huelga que puso en vilo la educación pública durante dos meses y medio.
El 11 de abril fueron los comicios. En las dos décadas recientes, el ausentismo electoral ha rodeado el 22%. Esta vez, la cifra se elevó a 30%. Pedro Castillo alcanzó el 18,9% de los votos válidamente emitidos. Y, tras unos días de vacilaciones, quedó confirmado que Keiko Fujimori, con el 13,4%, disputaría por tercera vez el balotaje presidencial. Y que, por tercera vez, perdería.
Castillo y Fujimori batían toda marca, al pasar a un balotaje con los dos más bajos porcentajes de la historia electoral moderna del país.
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La democracia es superior a todas las formas de gobierno que conoce el hombre a la fecha. Constituye un valor que impone obligaciones. Una de estas es reconocer la victoria del oponente y esperar. “…pero no esperar en el descanso, en la pasividad, en la falsa expectativa del que aguarda que las cosas vengan solas. Esperar en la acción, esperar con la convicción total de que los rumbos del destino los señalaremos nosotros”, en las exactas palabras de Víctor Raúl, pronunciadas en diciembre de 1931.
La proclamación del triunfo de Castillo Terrones ocurrió a una semana de la fecha para la transmisión de mando, bajo las sombras tendidas sobre la legitimidad del proceso. Tras juramentar ante el Parlamento, el flamante mandatario tomó un avión a Ayacucho donde, en la histórica Pampa de la Quinua, organizó una ceremonia tan enredada como el mensaje que pretendió transmitir. Acto parecido al montaje que levantó Alejandro Toledo en Machupicchu veinte años antes.
Lo destacado de tan innecesario gesto fue la juramentación de Guido Bellido como presidente del Consejo de ministros. Otro cabecilla de la autodenominada izquierda, cuya acción más atrevida fue faltar la memoria de los miles de apristas que sacrificaron hasta la vida cuando, ante el Parlamento, durante su exposición de la política general del gobierno, afirmó: “no hemos participado ni participaremos en actos de terror o enfrentamientos armados como si lo fue, por ejemplo, el Partido Aprista no una sino varias veces que se enfrentó con armas en mano a las Fuerzas Armadas en Trujillo, el Callao, Ayacucho y muchos otros lugares en el país”.
Dos meses permaneció en el cargo. Dos meses intrascendentes, inútiles, vacíos, pueriles, intonsos; como si una pena ocupara el despacho premier, culpando a otros por lo que no hacía y lo que no podía hacer. Le sucedió la señora Mirtha Vásquez, quien apenas dos meses antes había dejado la presidencia del Congreso… que asumió en su condición de vicepresidente cuando el titular, Francisco Sagasti, juramentó la presidencia de la República.
Uno puede discrepar de otras posiciones políticas y confrontar, pero no dejar de reconocer los méritos o aptitudes de un opositor. En el caso de Bellido Ugarte se trata de un ser minúsculo, poco más que indocto; en cambio, Vásquez Chuquilín es una abogada un tanto conocida por patrocinar comunidades campesinas en litigios ambientales que, al llegar al Congreso, le tocó participar en la sesión que se destituyó a Martín Vizcarra.
Cuando socialismo y comunismo fueron adoptados entre nosotros calcados y copiados, las divisiones y disputas desde sus centros de comando irradiaban hasta estos lares, calcadas y copiadas. Por ejemplo, si las condiciones para pasar a la lucha armada eran objetivas o había que seguir el camino de la democracia burguesa; supremo dilema descalificador. Hasta que, al caer el Muro de Berlín y tras superar el desconcierto, los supuestos continuadores de estas líneas políticas adoptaron nuevas posturas, ambientalistas, igualitarias, antineoliberales y otras tantas como piedras lleva el río. Mirtha Vásquez pertenece a una de estas aficiones de izquierda. Su designación provocó desconcierto en la facción de Perú Libre, el partido que arropó a Castillo Terrones para llegar a la presidencia, acusado mediante sendos pronunciamientos de desviarse del proyecto inicial y advirtiendo el peligro que esto representaba.
El gabinete que encabezaba Mirtha Vásquez estaba integrado por profesionales como Pedro Francke o Aníbal Torres, que venían de la academia y del anterior gabinete de Bellido. Estas designaciones, empezando el gobierno, habían provocado escozor en la facción de Perú Libre, que las acepto a regañadientes. Pero la presencia de Vásquez ahondó la herida.
Un elemento que agudizaba las contradicciones al interior del régimen era Vladimir Cerrón, médico formado en Cuba, ex gobernador regional de Junín -en la sierra central del Perú- y dueño del partido político Perú Libre.
Cerrón se presentó en la plancha presidencial a las elecciones generales con Castillo, como candidato a la segunda vicepresidencia, sabiendo que no prosperaría su candidatura; pues una condena judicial por negociación incompatible, cuando fue autoridad regional, le impide postular a cargos públicos.
Al quedar fuera de carrera, esta organización no aspiraba a más que lograr una mínima representación en el Parlamento que les permitiera seguir jugando a la política. Pedro Castillo era la punta del lápiz para meter la cuña. Solo el deterioro de la actividad política peruana, el desorden, el fraccionamiento, la proliferación de candidaturas repitiendo lugares comunes; sin propuesta seria, responsable, descalificando al opositor, según hemos visto, pudo permitir que, para sorpresa de propios y no advertidos, Perú Libre, con Pedro Castillo como candidato presidencial, pasara a la segunda vuelta, ganara la elección presidencial y tomara posesión del mando justo el día que el Perú celebraba el bicentenario de su independencia.
El primer y mayor problema que tuvo Castillo Terrones, proclamado presidente, fue armar gobierno. Desde lo más elemental: encontrar los cuadros necesarios para encargar las carteras ministeriales. Cosa nada difícil en un régimen presidencialista como el peruano. Es vergonzoso comprobar como este sector del espectro político nacional que debería significar una alternativa, ni siquiera pudo juramentar a todo su Consejo de ministros al estrenar gobierno. Justamente Francke y Torres -Economía y Justicia-, juramentaron un día después que el resto del gabinete.
Para mayor vergüenza ajena, los ministros renunciaban a los pocos meses o a los pocos días. Era tan inútil la gestión que espectáculo similar ofrecía la designación de funcionarios a cargo de empresas o entidades públicas como Petroperú o Essalud. Ganaron el poder, pero ni siquiera podían empezar a administrarlo. Sin duda, parónimos con PPK o Keiko Fujimori.
Como para repasar varias veces.
Leer y no entender, es mirar y no ver. Castillo había ganado la primera vuelta con menos del 19% de los votos válidamente emitidos, de la elección con el más alto porcentaje de ausentismo de los últimos veinte años. Ese era su verdadero caudal, su representación. Para el balotaje de descarte que siguió, el resultado fue aún más ajustado que el de cinco años antes. En aquella oportunidad, la diferencia fue de cuarenta mil votos de 23 millones de electores. En la reciente elección la diferencia alcanzó cuarenta y cuatro mil votos de 25 millones de electores. La pésima lectura de los resultados electorales condujo al tiempo perdido que estamos por superar.
Uno podría sospechar que profesionales políticos entrenados en Cuba, como Cerrón; que vienen haciendo política desde la universidad, como Francke o Torres; que tienen práctica de gobierno, como el mismo Cerrón, o de gestión parlamentaria, como Vasquez; o tienen cierta experiencia en negociación sindical, como Castillo o Bellido; sabrían que un resultado ajustado impone la búsqueda de acuerdos, consensos, negociaciones, cesiones y concesiones. Abrir la cancha, máxime al considerar que llegas con treintaisiete congresistas de un total de ciento treinta, muy lejos de alcanzar una mayoría absoluta. Pero el dogmatismo y la incapacidad pudo más que la realidad y desde el gobierno consideraron que el triunfo, por más reñido que haya sido, les daba todas las prerrogativas para gobernar a placer.
Prueba al canto fue la designación de Héctor Béjar como canciller de la República. Un intelectual anquilosado, completamente desfasado y empeñado en recordarle al país que no podía superar su pasado guerrillero; como, por ejemplo, cuando acusó a la Armada Peruana de terrorismo. Lo peligroso de esta acción fue que, esta institución heredera de la gloria inmarcesible de Grau, emitió un comunicado rectificando a un ministro de Estado y contrariando su carácter no deliberante. En un gobierno con un importante respaldo electoral, valdría una designación de esta naturaleza, pero no cuando la victoria fue apenas lograda y los principales opositores necesarios para gobernar empezaron la gestión cuestionando la legitimidad del triunfo. Una muestra más de incompetencia desde el más alto nivel.
Además, Pedro Castillo estaba empecinado en ratificar su nula capacidad para gobernar el país. Desconocía las cuestiones de gobierno, las políticas públicas, el funcionamiento de la economía. Era un problema de falta de educación, de pobre instrucción, de ignorancia. No se trataba más que de un agitador sindical, sin mayor horizonte, puesto para rellenar una plancha presidencial de relleno, pues, como he anotado, el objetivo de Vladimir Cerrón y su propiedad, Perú Libre, era lograr una representación en el Congreso y seguir con el juego. Pero el acaso los llevó al poder y en aquel tiempo, cuando se terminó el juego, no tuvieron la menor idea qué hacer con él.
Quizá creyeron que el poder, como la política, son cosas de juego. O que no tenían el poder, como lo dijo en una memorable conferencia ese profeta de la nada y de lo informe llamado Vladimir Cerrón, refiriendo a clásicos que nunca citó. Inferencias de la prueba.
Si la manifiesta incompetencia de estos revolucionarios de redes sociales y el grito repetido y destemplado no era suficiente para convencer a los dudosos, faltaba la prueba definitiva que confirmará lo embarazoso del espectáculo. Pronto, serias sospechas sobre casos de corrupción abrían otro frente al gobierno.
La cuestión empezó cuando Castillo en un primer espasmo de demagogia, anunció que no viviría en Palacio de Gobierno: “Queridos compatriotas, debo decirles que yo no gobernaré desde la Casa de Pizarro, porque creo que tenemos que romper con los símbolos coloniales para acabar con las ataduras de dominación que se han mantenido vigentes por tantos años. Cederemos este palacio al nuevo Ministerio de las Culturas (sic) para que sea usado como un museo que muestre nuestra historia, desde sus orígenes hasta la actualidad”, dijo sobre el final de su discurso cuando asumió el mando. No era el primero en intentarlo. Tampoco en fracasar en el intento. La razón es sencilla. Palacio de Gobierno es sede del Poder Ejecutivo y cualquier cambio de sede va más allá de una declaración que, en este caso, atenta contra la historia. Porque si, en su momento, la sede del gobierno peruano se levantó para consolidar el dominio colonial, hace doscientos años esto fue superado cuando nuestros padres fundadores de la independencia lo ocuparon, izaron la roja y blanca y sobre sus cimentos se sucedieron diferentes gobiernos republicanos. Todo lo que es ahora nuestra síntesis mestiza, chola, fusionada, peruana.
Ignorancia y atrevimiento, como siempre de la mano.
Pedro Castillo entonces, en esta necesidad por auto confirmar y demostrar ser un hombre del pueblo, empezó a despachar entre Palacio de Gobierno y un domicilio particular en el jirón Sarratea, ubicado en el distrito limeño de Breña. Resulta que, entre los propietarios y asistentes a este local, aparecieron amigos y familiares del entorno presidencial, vinculados a sospechosos casos de corrupción. Evidenciado, Castillo volvió definitivamente a la Casa de Pizarro. Eran tan burdas estas operaciones que pronto las investigaciones fiscales consiguieron órdenes restrictivas que alcanzaron hasta ex ministros de Estado -breves ministros de Estado- y familiares directos del mandatario.
Obligado por las circunstancias, este pobre hombre que decía gobernar el país designaba nuevos ministros y funcionarios públicos, como quien cambia de ropa interior. Sobre el final de su efímera gestión se hizo de un grupo de escuderos que declaraban públicamente en su defensa. Grupo cada vez más ridiculizado por injustificables hechos que sin cesar aparecían.
Solo la debilidad de un Congreso tan incompetente como el Ejecutivo, mantenía en trance esta situación que avergonzaba a todo el país. Las propuestas de vacancia presidencial no prosperaban, no solo porque no se reunían los votos de las dos terceras partes del número legal de parlamentarios necesarios, sino porque, además, quienes presentaban y alentaban tales iniciativas actuaban de manera desaforada, cuando no cargaban también serios cuestionamientos. A esto, las divisiones de las bancadas y los cambios de camiseta dificultaban más el mínimo entendimiento político. Y valga la precisión porque en cuestiones económicas, como la aprobación del Presupuesto General de la República, las votaciones eran altas, quien sabe si por la ignorancia que la mayoría mostraba sobre la materia. Salvo una que otra iniciativa legislativa disparatada en materia económica, las cuentas fiscales resistían los embates políticos.
Tampoco tenía el Parlamento capacidad para generar algún consenso o llevar adelante propuesta política que atenuara tanta inestabilidad. Poquísimas cosas se lograron como, por ejemplo, una iniciativa legislativa que impedía al Ejecutivo cambiar al jefe de los institutos armados o de la Policía por dos años. Pronto se comprobó lo poco eficaz de esta propuesta. Si el presidente quería remover a un comandante general, le exigía su renuncia. Empero, el problema pasaba por la escaza calidad de los funcionarios públicos. Hubo uno que, en plenas restricciones por la pandemia, organizó una fiesta en su casa, con custodia policial. Justamente el ministro encargado de este sector.
La situación no mostraba salida a la vista. Algunos sectores de la población consideraban incluso con resignación que tocaba soportar hasta el final del periodo de gobierno, el 2026. Incluso, admitida una tercera moción de vacancia presidencial, no aparecían con claridad los votos necesarios para deshacerse el país de tan nefanda gestión.
Citado por el Congreso para la tarde del 9 de noviembre, el presidente Castillo debía acudir con sus abogados y oficiosos defensores. Esa mañana, ante una comisión parlamentaria, declaraba Salatiel Marrufo, uno de estos despreciables mercantilistas que rodearon a Castillo al principio, ocupando cargo público por algún tris. Marrufo aseguraba haber entregado dinero al mismísimo presidente de la República en el despacho del ministro de Vivienda, Geiner Alvarado.
En aquel momento, quien haya escuchado tal declaración, tendría que saber de las sísmicas consecuencias que sobrevendrían. Se trataba de la máxima autoridad del Estado peruano quien era sindicado directamente por alguien de su entorno principal y era de entender que, asesorado por su abogado, tenía cómo demostrar lo dicho. Precipuamente considerando que en unas horas se debatiría la vacancia presidencial.
Hasta que ocurrió lo imprevisto.
El presidente de la República, Pedro Castillo, dirigió un mensaje a la Nación lleno de nervios, en el mismo instante que su acusador declaraba. Castillo Terrones anunció la disolución del Congreso y el establecimiento de un gobierno de emergencia. La sorpresa fue mayúscula. Sus ministros empezaron a renunciar por Twitter, las altas autoridades del país a pronunciarse en defensa del orden constitucional y rechazo a la intentona golpista y la Fuerza Armada y Policía Nacional ratificaron su respeto a la Constitución. En un régimen tan débil, pocas cosas quedan por esconder. Castillo Terrones había actuado solo con un reducido grupo que imaginó vaya Dios a saber qué fantasía. Minutos después salía de Palacio de Gobierno rumbo a la embajada de México, donde había tramitado asilo diplomático. Antes de llegar a su destino, la misma escolta presidencial y unidades especiales de la Policía Nacional del Perú detenían al mandatario en flagrancia delictiva y lo trasladaban a una dependencia policial. Simultáneamente el Congreso adelantaba dos horas la sesión programada y votaba la destitución de Pedro Castillo por incapacidad moral. Cosas de nuestra atolondrada República.
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Probablemente, la mañana de aquel día para la historia Dina Boluarte tomó desayuno sin sospecha alguna. Había dejado de ser ministra de Desarrollo e Inclusión Social apenas semana y media atrás y se encontraba en línea de sucesión constitucional, dada su condición de primera vicepresidente. Como tantas otras veces, la incertidumbre que acompaña al caos no avisa el curso de los sucesos. Todo ocurrió de prisa. En doscientos años de historia republicana asumió la primera mujer presidente del Perú. Aunque erró al juramentar, anunciando que completaría el periodo de gobierno hasta el 2026, rápido rectificó, presentando una iniciativa constitucional para adelantar las elecciones generales a abril de 2024.
En sabiduría, el vicepresidente es un fusible que, al asumir el mando supremo, inicia una transición que pasa por un periodo de tregua, en alistamiento de la siguiente campaña y la gala de nuevos comicios. Esta vez, la recién juramentada tuvo que afrontar las protestas que inmediatamente surgieron en Andahuaylas, Puno, Juliaca, Cuzco y Arequipa, una tras otra; sin respaldo macizo de organización política en el Congreso, ni mayor experiencia a este nivel de enfrentamiento. Su primer ensayo fue conformar un gabinete de crisis encabezado por Pedro Angulo, un abogado tan inexperto como la presidente. A los once días removió a aquel por Alberto Otárola, a la sazón ministro de Defensa del gabinete encabezado por Angulo y que venía de una experiencia similar durante el gobierno de Ollanta Humala.
Otárola Peñaranda se mostró un tanto más expeditivo que su antecesor, enfrentando las protestas que iban sumando muertos cada día. Focalizadas en el sur del país, la toma de aeropuertos y el bloqueo de carreteras marcaban el enfrentamiento contra la Policía y, a los pocos días, también el Ejército.
Las pascuas de fin de año significaron una tregua. El saldo era de poco más de cincuenta muertos, en medio de informaciones confusas. Sin responsables identificados por la organización de las movilizaciones, se conoció a través de redes sociales que, a partir de la segunda semana de enero, estas se trasladarían a la capital del país. Durante dos o tres días, buses y camionetas -muchas de estas en caravana- eran despedidas rumbo a “La Toma de Lima”, para marchar contra el gobierno y reclamar la renuncia de Dina Boluarte, responsable por las muertes ocurridas durante las protestas… a decir del sector que protestaba, apoyaba la protesta o simpatizaba con la protesta.
Durante la lucha contra la subversión en el país, Sendero Luminoso, rechazado por las comunidades campesinas, trasladó sus acciones finalmente a la gran Lima. Aquí fue también rechazado por diversas organizaciones sociales -comités de vaso de leche, clubes de madres, agrupaciones vecinales-, mientras la Policía desarticulaba uno a uno los comités de esta banda a veces ideologizada, otras politizada; pero tan delictiva como minoritaria. En Lima, cada vez más aislada y desesperada, Sendero militarizó toda su organización. Por ejemplo, Socorro Popular, que era un organismo de apoyo logístico, pasó a cometer atentados. Y de las torres eléctricas de alta tensión pasaron a detonar autos cargados con dinamita en la ciudad más grande del Perú. Estos actos terroristas eran cada vez más feroces. La sensación en la ciudadanía, de indefensión. Muchos de nuestros consabidos “analistas” y “expertos” -varios denominados “senderólogos”-, advertían que Sendero Luminoso había alcanzado o estaba por alcanzar el equilibrio estratégico con el Estado peruano y que su llegada al poder era inminente.
En realidad, era todo lo contrario. Sus miembros, repudiados, aislados, desesperados, tenían necesidad de actuar con sevicia. De llamar la atención, de provocar impacto, de producir fuerte impresión en cada acto. En julio de 1992 ocurría el tremendo atentado de Tarata, en el corazón del distrito de Miraflores, una de las zonas más exclusivas de Lima entonces. En setiembre, el cabecilla senderista, Abimael Guzmán, y su cúpula eran capturados y en los siguientes meses todo se desmoronó.
Bastante de este comportamiento exasperado tuvieron las protestas que sucedieron la juramentación de Dina Boluarte. Los manifestantes reclamaban la renuncia de la presidente, a la que responsabilizan por las muertes ocurridas durante diciembre; la disolución del Congreso, lo cual no tiene asidero constitucional; el cambio de la mesa directiva del Congreso, para que sea otro quien asuma la presidencia de la República hasta el relevo de gobierno; nueva constitución; y, al final de la lista, de yapa, la excarcelación de Pedro Castillo. No se ha tratado de protestas sociales, reivindicando derechos a la salud, la educación o reclamando por el alza del costo de vida. Todas las demandas han sido políticas, arropadas por grupos minoritarios, muy activos, muy violentos, sacudiendo el sur del país, trasladados luego a Lima. Y un nuevo estado de indefensión embargó a los peruanos.
Quizá la impericia de la gobernante y su gabinete la llevaron a tomar decisiones apuradas, como ordenar al Ejército acompañar las acciones represivas que corresponden a la Policía, durante los primeros días de desmanes. Al haber encontrado desarticulada toda la red de orden interno, debido a la cantidad de cambios sucedidos en ministerios y oficinas de seguridad del país, la Policía carecía de información de inteligencia para neutralizar a grupos cuya manifiesta intensión era atentar contra la propiedad pública y privada, criminalizando el legítimo derecho a la protesta. Mas bien halló una red de autoridades políticas formada por prefectos, subprefectos, gobernadores y teniente gobernadores dejada por Castillo -quizá lo único que a duras penas pudo armar-, alentando los desmanes. En pocos días la violencia parecía desbordar.
En Lima, un tanto repuestos de la sorpresa inicial y en rápida reacción, los nombramientos de estas autoridades políticas quedaron sin efecto, el Ejército fue replegado y la Policía Nacional del Perú enfrentó las protestas focalizadas en la emblemática Plaza San Martín o zonas residenciales de esta ciudad de diez millones de habitantes. Como no lograban volcar a la ciudadanía contra el gobierno de Dina Boluarte ni quebrar el régimen, estos manifestantes y la barra cobarde que los alentaba desde sus cómodas tribunas, necesitaban de acciones violentas que provocaran impacto, que produjeran fuerte impresión pública. Repudiados, aislados, desesperados, como en la situación anterior que expuse, tenían necesidad de actuar con mayor violencia. Sin embargo, esta vez, pasando a la estrategia de desgaste, la Policía recuperó paulatinamente el control del orden interno. En dos semanas, las manifestaciones se diluyeron hasta desaparecer.
Una de las virtudes que tiene una organización política como el Apra, es el despliegue de su militancia y comités. En unas cuantas horas, tras sendas conversaciones con compañeros que viven en las diferentes zonas donde se produjeron los conflictos, tuve el panorama completo de la situación, sus motivaciones, sus reclamos, su magnitud. Todo sin ser prefectos, subprefectos o gobernadores. Todo gracias a la experiencia política, militante, activa en cada región. Si uno le suma el conocimiento propio de la zona y su gente, las conclusiones serán precisas.
Resulta que, unas semanas antes que Castillo fuera vacado, el gobierno había designado a las autoridades políticas antes referidas a nivel nacional, para realizar cierto trabajo de sensibilización, empezando por las zonas más altas del altiplano peruano. No se trataba de un enorme despliegue sino de un intento por organizar algo, sin saber exactamente para qué, pero considerando el discurso que repetían sobre todo Pedro Castillo y Aníbal Torres de ricos contra pobres, limeños contra provincianos, blancos contra indios. Esta acción contaba en Puno con la presencia de operadores políticos militantes de una de las alas del Movimiento al Socialismo -MAS- de Bolivia liderado por Evo Morales, quien hace varios años repite un discurso vacío sobre una supuesta raza, etnia o nación aymara.
Con la destitución de Castillo Terrones por fin aparecieron las mínimas condiciones objetivas para ensayar todo lo anterior. Puestas todas sus fuerzas en tensión, los manifestantes no encontraban eco en la mayoría de la población, como ya fue señalado. Entonces, para llevar adelante las marchas, protestas, huelgas, bloqueos; amenazaban con violentar tiendas, negocios, transportes públicos, puestos del mercado, locales, servicios que siguieran funcionando. En el máximo estado de agitación, con la vía bloqueada, empezaban a cobrar “peajes”. Ha sido después de un arduo trabajo de inteligencia para identificar azuzadores, agitadores, violentistas, y de un enorme despliegue policial para despejar vías y resistir los embates de los manifestantes que, agotados, quedaron desarticulados.
Hay, naturalmente, sectores que protestan con total convicción. Pero tampoco son mayoría. “La Toma de Lima” comprobó, una vez más, que el carácter emprendedor del peruano, su capacidad de trabajo, lo pone más allá de protestas que responden al interés de grupos minúsculos, nada representativos y que los intereses de nuestras mayorías están por el intercambio, la distribución y la “chamba”, para decirlo según el diccionario de peruanismos…
Queda, eso sí, el vago malestar por las lecciones no aprendidas del pasado, en particular cuando nos tocó enfrentar la subversión y su secuela terrorista que azotó al país hace tres décadas. No solo por el diagnóstico equivoco que insiste en enviar al Ejército para enfrentar manifestantes que lanzan piedras o cocteles explosivos; sino por inútil exposición de mandos militares y policiales ante la prensa, como ocurrió en el aeropuerto de Juliaca cuando, durante una conferencia de prensa, tuvieron que responder preguntas correspondientes a una crisis política devenida en una alteración del orden interno. Las manifestaciones han sido políticas y, por tanto, la respuesta estratégica debió ser política, dada por políticos; esa exigua especie en estado conservación.
En 1982 el gobierno del arquitecto Belaúnde instaló el primer comando político-militar en Ayacucho, encargando a la Fuerza Armada -entiéndase al Ejército- la resolución del problema social y político que representó Sendero Luminoso. El primer jefe político-militar fue el general Clemente Noel Moral. Su relevo fue el general Adrián Huamán Centeno, andahuaylino, quechua hablante, quien varios meses después de asumir su comando declaró: “la solución no es militar”. –“ver las cosas desde Lima, es diferente”, dijo. Al poco tiempo fue relevado.
Pareciéramos no haber aprendido nada. La misión de la Fuerza Armada es la Defensa Nacional. No la solución de los problemas políticos del país. El soldado emplea armamento de guerra, fusiles de combate, cargas explosivas, granadas, para neutralizar al enemigo. Si ve amenazada su seguridad, como puede ocurrir durante una manifestación, utilizará el fusil que lleva para defenderse, con las consecuencias que su empleo acarree. En cambio, la Policía Nacional tiene, además de armamento letal y unidades especializadas contrasubversivas y de acción táctica, cascos, varas, escudos, bombas lacrimógenas y demás armamento no letal. Son doctrinas diferentes. Como corresponde. Por encima de las cuales debe actuar siempre la autoridad política. Quien ordene la intervención del Ejército o la Policía según las circunstancias, debe ser consciente de las consecuencias que implique tal decisión. Y debe afrontar las investigaciones por lesiones o muertes provocadas, caso por caso.
Así como debe ser consciente del funcionamiento de la economía, el carácter de nuestra población, las condiciones sociales existentes, la subjetividad, la sicología de la masa. Todo para no entrar en pánico y afrontar con serenidad una situación política que, más bien, es consecuencia del deterioro de la Política, de la ausencia de Política, de la falta de partidos políticos, de estructura política, de conocimiento.
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A finales de 1947, durante el gobierno de José Luis Bustamante y Rivero, el Congreso no sesionaba. La convocatoria a legislatura extraordinaria era una esperanza desvanecida. Las elecciones complementarias habían sido postergadas indefinidamente. La disolución de las Juntas Municipales Transitorias, inminente.
“Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”. La sentencia recuerda a Tocqueville, tan pertinente antes como ahora para superar toda crisis de gobierno. Aquella vez, las fuerzas reaccionarias a la propuesta de justicia social que propugnaba el aprismo, sabotearon toda salida democrática. La respuesta del pueblo era la Revolución por la democracia. Hoy, superada la pesadilla de gobierno, “la Revolución está en el sufragio”, tal como recordó Haya de la Torre “la luminosa frase del apóstol cubano José Martí”.
Urge ir a elecciones generales. En orden, dentro del marco constitucional. Con todas las garantías. En democracia.
Es cierto que falta voluntad en el Legislativo para aprobar las mínimas disposiciones que recorten los plazos y calendaricen el relevo en el mando. Pero como suele suceder, la realidad impondrá las condiciones objetivas. Con un frágil respaldo político en el Parlamento, baja aprobación pública, sin estructura política que la acompañe, pobre capacidad de gestión; el quiebre del régimen de Dina Boluarte es un evento que no debe sorprender.
Para cerrar este prolongado ensayo queda por anotar otra cuestión concluyente. La corrupción de la democracia es la demagogia, forma moderna de la dictadura. Cuando degenera se convierte en tiranía: el más depreciable de los gobiernos porque combina la depresión de la demagogia con los vicios de la oligarquía. Estas dos décadas de democracia corroída ha devenido en demagogos amparando un justo grito popular, calumniando opositores -PPK, Vizcarra, Castillo-. Al degenerar, asomó el aprendiz de tirano -Castillo-. El tirano o aprendiz de tirano destaca entre la muchedumbre. Culpa a los ricos por los males de los pobres. Busca enfrentarlos. Se convierte en benefactor de su propio beneficio. Censura toda forma de donde pueda brotar grandeza alguna del alma. En el camino corta los tallos más altos. Su táctica es despreciar el mérito, burlar la cultura.
Los peruanos iremos a las urnas. De ahí saldrá un nuevo gobierno. Qué finalmente será un gobierno aprista para detener la corrosión, ordenar la casa, retomar el camino del progreso y así superar esta crisis sistémica. Un gobierno del pueblo. Un gobierno democrático. Un gobierno que cimente la economía poscapitalista. Que levante la moderna sociedad de trabajadores del conocimiento y de los servicios. O de trabajadores manuales e intelectuales, como plantea el aprismo hace cien años. Es pretensión nuestra crear riqueza para el que no la tiene. Y proteger la de quien se la ganó con trabajo leal. Este nuevo amanecer será el inicio de una nueva etapa de progreso que acabará con los rezagos de pobreza subsistentes, consolidará la clase media en construcción y enfilará la Nación hacia su desarrollo definitivo. Hasta convertirlo en el “país piloto de la región” que reclamó Haya de la Torre durante sus discursos finales.
Quiero que todos retomemos la fe. Que, pese al desgobierno y la desazón atmosférica, sepan que nuestras posibilidades de llevar el país hacia este destino histórico permanecen invictas. Que, desde el aprismo, nuestro empeño es llevar ahora un primer mensaje para el futuro, de la mano con las propuestas y planes de gobierno que les proponemos a todos los peruanos. Para quienes va esté largo recuento.