Opinión

La tierra de olvido

Neiva es capital del departamento de Huila, en Colombia, donde el domingo pasado se realizaron las elecciones presidenciales que han marcado un giro histórico en un país gobernado por una clase política que durante sesenta y cinco años cerró todo acceso al poder a quien no estuviera encuadrado entre liberales y conservadores, y las disidencias que de estos se formaron.

Aquí en Neiva -al que propios y extraños en chanza llaman Neiva York- el ambiente es calmo. Sobre la orilla derecha del río Magdalena y con sus 400 mil habitantes, no se registra tráfico vehicular como en Perú el día de la elección, cuando el país se moviliza para votar.

Tampoco hay una rígida ley seca, la tarde anterior a la votación era la final de la Champions League, entre Real Madrid y Liverpool, y los bares de la ciudad estaban atiborrados de gente. En Colombia el voto es facultativo y los comicios presidenciales van dos meses después de los comicios al Congreso.

El resultado final se decidirá el 19 de junio siguiente, en el balotaje al que accedieron Gustavo Petro y Rodolfo Hernández tras alcanzar el 40% y 28% respectivamente, de una votación también histórica: el 54% del registro total de electores acudió a votar.

Cual sea el desenlace, está dicho que se trata de un acontecimiento histórico, porque Petro proviene de la vieja izquierda inspirada en Marx y Engels que, dividida en facciones, como siempre ocurrió con la izquierda colonizada mentalmente de Europa, actuó por la lucha armada; y Hernández… de un barrio pobre. Graduado como ingeniero, fue luego alcalde de Bucaramanga, mandato que no completó pues fue suspendido por la autoridad judicial tras golpear a un concejal durante una acalorada discusión. Rodolfo Hernández es el outsider, el candidato antisistema, la gran sorpresa de esta elección, quien llevó adelante su campaña vía Tik tok, desplazándose en patineta, criticando duramente la corrupción de los políticos tradicionales y quien en todo momento reusó asistir a los debates presidenciales. Es la primera vez que esto sucede en Colombia, donde su clase política se jactaba por su estabilidad y fortaleza democrática, pese a la violencia política desatada por guerrillas, cárteles de narcotraficantes, paramilitares, zonas liberadas, falsos positivos, delincuencia común y terrorismo.

Ni siquiera tras la caída de la Bolsa de Nueva York en 1929, el país sufrió un cambio brusco en su conducción o una revuelta como ocurrió en la mayoría de países de la región. Aquí, el gobierno de Miguel Abadía Méndez completó su mandato en 1930 y hubo una transición mediante elecciones que devolvió a los liberales al poder con Enrique Olaya primero y luego, en 1934, con Alfonso López Pumarejo, acaso lo más reformista de Colombia hasta su momento, intentando aplicar normas para proteger a obreros y sindicatos y una reforma agraria inconclusa.

Un observador poco atento podría aducir en contra el caso del golpe de estado dado por el General Rojas Pinilla en 1954, pero habría que decir que este fue promovido y saludado por el Partido Liberal y disidencias del mismo Partido Conservador que fue derrocado, para mantener el estatus político existente. Cuando Rojas Pinilla se alejó del establecimiento, tuvo que renunciar al poder, como veremos luego.

Tres décadas después, al derrumbe del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, tampoco hubo en la patria de Jorge Isaacs, un cambio radical en la conducción política del país, como ocurrió por la región. En Colombia, las reformas neoliberales fueron ejecutadas por César Gaviria, actual presidente del Partido Liberal, más tirado hacia políticas sociales y redistributivas, antes que a la apertura brutal del mercado o el relajo de los controles del Estado; en medio de una dura lucha contra los movimientos que intentaban subvertir el orden legal o constitucional y que había acrecentado esos años, al punto que, las elecciones a todo nivel, se han venido decidiendo según la postura de los candidatos frente al mayor conflicto de turno.

En doscientos años es la primera vez que los colombianos han dejado de votar por “los mismos de siempre”.

¿Qué pasó para que tal establecimiento haya sido sacudido?

Como pasa siempre con los cambios en la Historia, estos no ocurren de la noche a la mañana. Diversos sumandos se añaden uno tras otro a lo largo de años -o décadas, hasta modificar una estructura social. Algunas veces concuerdan en un espacio-tiempo. Y en la mayoría de casos una crisis económica es el detonante tras una coyuntura política.

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Un primer elemento que conviene aquí considerar es el deterioro de un sistema político cerrado, al cual no ha sido posible acceder sin pertenecer a “los mismos de siempre”. Si bien son los partidos políticos los llamados a educar y canalizar en política, una casta entre liberales y conservadores ha conducido los destinos del país desde su fundación, bloqueando el ascenso de figuras renovadoras dentro de estas mismas organizaciones y dejando fuera de participación política legal a organizaciones de izquierda.

La diversidad y distribución geográfica del país permitieron la aparición y luego consolidación de oligarquías locales que, coaligadas en conservadoras y liberales, con intereses económicos muy próximos y una tenue línea divisoria entre ellas, mantuvieron una política económica sin mayores variaciones. Por esto ha sido muy fácil ver miembros de una tendencia sirviendo en el gobierno de la otra. Y hay estudios que evidencian como el poder político y la burocracia ha rotado entre algunas familias y círculos universitarios provenientes, la mayoría de la región central andina del país.

En Colombia los presidentes han sido hijos o sobrinos de expresidentes. Alfonso López Pumarejo gobernó del 34 al 38 y del 42 al 45, cuando finalmente renunció debido a problemas de salud y una crisis política que no pudo superar. Cuarenta años después de aquella primera elección, su hijo, Alfonso López Michelsen accedió a la Casa de Nariño. De similar forma, Misael Pastrana Borrero gobernó durante el periodo 70-74. Veinticuatro años luego, Andrés Pastrana Arango triunfó en las elecciones presidenciales. Hay, por supuesto, excepciones a lo largo de la bicentenaria historia colombiana… que terminaron encuadrados en lo que significó una dictadura bipartidista perfecta.

Y cuando una nueva figura asomaba, los resortes de la organización dificultaban sus postulaciones. Así ocurrió con las dos más grandes promesas del liberalismo que se convirtieron en disidencias para continuar las que asomaban multitudes indetenibles hasta el poder. Uno, Jorge Eliécer Gaitán, quien primero postuló a la presidencia de la República en 1946 por la Disidencia Liberal, quedando tercero detrás del candidato conservador que ganó la elección y del candidato por el Partido Liberal, el cual se había dividido para aquellos comicios. Reunificado el liberalismo, Gaitán se convirtió en su líder indiscutible, arengando a las masas ¡contra la oligarquía! y ¡por la restauración moral de la República! Hasta su asesinato en 1948, nunca del todo esclarecido.

El otro fue Luis Carlos Galán. Influenciado por Gaitán, había formado el Nuevo Liberalismo, derivación también del Partido Liberal -como en el caso anterior- dadas las diferencias ideológicas entre ambos y la manifiesta voluntad de aquellos por acabar con el atrancado bipartidismo. Galán postuló a la presidencia de Colombia en la elección de 1982. Quedó tercero -como cuatro décadas atrás sucedió con Gaitán- y ganó un importante espacio político -al igual que Gaitán-, participando del gobierno conservador de Belisario Betancur. Cuatro años después decidió retirar su candidatura para reintegrarse al liberalismo militante que triunfó en aquellos comicios, con Virgilio Barco a la cabeza. En 1989, en campaña rumbo a la Convención Nacional del Partido Liberal donde se elegiría al candidato presidencial mediante votación universal -y no mediante los acuerdos cerrados como antes acaecía- la promesa del liberalismo fue asesinada por el Cártel de Medellín, sobre una tarima desde la que se dirigiría a sus correligionarios. Galán había expulsado de sus filas al jefe del Cártel, Pablo Escobar, y denunciaba frontalmente la amenaza que representaba el narcotráfico para el país y la política colombiana.

El desmoronamiento de este sistema bipartidista de círculos cerrados sirviendo mercedes y que admitía membresías antes que celebrar comicios universales, ha quedado evidenciado en las tres últimas elecciones presidenciales. Tanto Álvaro Uribe como Juan Manuel Santos provienen del liberalismo, pero decidieron organizar sus propios movimientos políticos y postular al margen del partido donde empezaron sus carreras políticas. Ambos fueron reelectos en su momento. Y el actual mandatario Iván Duque es hijo de un político liberal, militante. Pero él no ha militado en el liberalismo.

Sin embargo, este es un proceso que aún no culmina. En el actual Congreso, elegido en marzo por cuatro años; en el Senado, conservadores y liberales representan la segunda y tercera fuerza de doce representaciones, sin que sumando alcancen mayoría simple. En la Cámara de Representantes el Partido Liberal es la primera fuerza con treinta y tres representantes de ciento ochenta y ocho en total. Y el Partido Conservador tiene veintisiete curules, al igual que Pacto Histórico -la agrupación de Petro-, ambas en segundo lugar. Sumando los votos de estas tres bancadas tampoco alcanza para una mayoría simple, en una cámara donde hay veinte agrupaciones representadas.

Quizá todos estos antecedentes hallan empujado al actual candidato Gustavo Petro a portar un chaleco antibalas en campaña. “No vamos a seguir con los mismos y con las mismas de siempre” dijo durante un discurso, días antes de la primera vuelta electoral. Por ahora parece que así será.

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Un segundo elemento a tomar en cuenta -y no necesariamente en este orden- es la violencia. En buena cuenta consecuencia del modelo político hasta aquí descrito, el país vive un estado de violencia institucionalizada. Es común en Colombia escuchar relatos de cómo, desde simples deudas privadas de menor cuantía se cobran bajo amenaza. Y poco parece sorprender a quienes lo cuentan.

Tras el asesinato de Gaitán, sobrevino una tremenda convulsión social en la capital, conocida como el Bogotazo, con quema de edificios públicos y asesinatos de dirigentes y militantes liberales y conservadores. Aunque el gobierno conservador pudo reestablecer el orden en las principales ciudades después de varios meses de desmanes, las milicias liberales y comunistas se trasladaron al campo y el enfrentamiento de estos contra los conservadores se agudizó, provocando masacres y desplazamientos de la población.

Este clima propició el golpe de Estado del General Gustavo Rojas Pinilla, en 1953, que la dirigencia política alentó y saludó, temerosa ante el espiral de violencia. GuRroPin promovió una política de amnistías aceptada por liberales y conservadores, a diferencia de los comunistas quienes continuaron en armas -convirtiéndose en antecedente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Cuando Rojas Pinilla se enfrentó a la clase que lo encaramó y a la Iglesia Católica, sindicatos, universidades, prensa y todo aquel que reclamara por libertad y democracia, tuvo que renunciar y huir del país.

Nuevamente liberales y conservadores se hicieron cargo de la conducción del país. Habían firmado ese mismo año, en 1957, el Frente Nacional, un acuerdo político para alternarse en el poder “democráticamente” cerrando el paso a todo intento por incorporar a la vida política legal del país nuevos movimientos o sectores de la ciudadanía, como grupos comunistas o de izquierda que terminaron por organizarse en guerrillas o simples grupos armados. La violencia política continuó. En 1962, tras varias denuncias en el Congreso sobre la existencia de zonas liberadas en el país, donde el Estado no podía ingresar, el Ejército actuó y recuperó el control, pero no pudo liquidar las huestes subvertidas. Esto se conoce como la operación Marquetalia y marca el inicio de las FARC. Era la época de las guerrillas por Indoamérica, la Guerra Fría, la Revolución Cubana, las maniobras del Che Guevara, los miedos de nuestras clases dirigentes que el comunismo se expandiera. Mientras en la región aquellas guerrillas fueron exterminadas, en Colombia apenas fueron desplazadas.

El pretexto para la aparición de sucesivas insurgencias, sobre todo en nuestro hemisferio, fue siempre el cierre de oportunidades dentro del sistema democrático, burgués, al servicio del capitalismo liberal. Y en Colombia este encontró la mejor excusa. Para las elecciones que se celebraron el 19 de abril de 1970, según el acuerdo del Frente Nacional era el turno de los conservadores para acceder al poder. Misael Pastrana fue escogido para encabezar la fórmula presidencial, pero en contraposición apareció la rehabilitada figura de Rojas Pinilla, quien había fundado nueve años antes la Alianza Nacional Popular -ANAPO- para enfrentar el bipartidismo del Frente Nacional. Era la tercera vez que participaban en elecciones presidenciales, pero esta vez perdieron por muy estrecho margen, denunciando fraude electoral. Consolidado el triunfo de Pastrana, varios sectores de la agrupación fueron devolviéndose a los partidos tradicionales de donde provenían, incluyendo al pequeño Partido Comunista Colombiano. Hasta que, tres años después de la elección, un importante sector de la ANAPO denunció agotada la vía electoral y pasó a la guerrilla urbana, formando el M-19, de donde proviene Gustavo Petro.

A estas guerrillas la han acompañado o sucedido otras, movilizándose y desmovilizándose. Antagonistas entre ellas, aparecieron luego las contraguerrillas, los bloques, los frentes, las autodefensas campesinas que terminaron organizadas como Autodefensas Unidas de Colombia; ante la indefensión o inacción del Estado. Y para más, los cárteles del narcotráfico crecieron, desafiando por su cuenta la autoridad constituida. Todos contribuyendo a incrementar la violencia.

El resultado es una cultura de violencia donde todo se resuelve bajo amenazas, “enviando la moto”, a golpes o balazos. Si, por una parte, el asalto al Palacio de Justicia en 1985 por el M-19, la explosión de un avión comercial en 1989 por el Cártel de Medellín, los asesinatos de políticos, periodistas, policías, militares y ciudadanos que interfieren las actividades de estas organizaciones o que tienen la mala fortuna de estar en el lugar y la hora no indicada y, en general, todos los actos que desafían sistemáticamente la autoridad, terminan debilitándola; por otra, convierten en norma la violencia.

Empero, paradójicamente el acuerdo político entre liberales y conservadores que dejaba fuera del juego a otros actores y que sancionó la actual Constitución Política de 1991 -con ciertas concesiones políticas y sociales, nada decisivas-, mantuvo la estructura del Estado colombiano que enfrentó y ha venido cerrando cada uno de estos frentes; con la ayuda indiscutible de los Estados Unidos, a donde se extraditaban narcotraficantes y de donde provino la logística para llevar adelante el Plan Colombia.

Esto explica cómo y porqué esta hermosa tierra que inspiró macondos y vallenatos, se convirtió en el principal aliado de los Estados Unidos en nuestro continente. Y cómo replicó desde la estructura política Norteamérica, con bipartidismo, Senado y Cámara de Representantes y elecciones presidenciales cada cuatro años. Hasta hace unas décadas, la Cámara de Representantes colombiana se elegía cada dos años, como acontece al norte del río Grande.

Pero, si la violencia ha podido persistir aquí por décadas, tiene quizá en el carácter de su población la razón más poderosa. A diferencia de lo que ocurrió en Bolivia, donde los campesinos guiaban al Ejército que perseguía las columnas del Che Guevara, o en Perú, donde las comunidades campesinas se organizaron en rondas para enfrentar las hordas de Sendero Luminoso -por citar solo dos entre muchos más ejemplos locales-, en Colombia la población actuó temerosa o indiferente frente a lo acontecía con sus tierras. Y cuando alguna de las iniciativas que hemos revisado líneas arriba plantaba cara, tampoco hubo reacción. Nunca fue posible evolucionar a la gente contra la violencia que los amenazaba.

“Hoy todo ha pasado // florecen las plantas // un himno a la vida // los arados cantan”. Como consecuencia de la derrota de los cárteles de narcotraficantes y los sucesivos procesos de paz y desmovilización de guerrillas y paramilitares, el ambiente que se percibe no es de una violencia tan cruda; pero sigue existiendo -dicen los colombianos. No todos los frentes se han desmovilizado, muchos de estos son ahora bandas delincuenciales vinculadas al narcotráfico –en un país donde todavía se cultivan 159 mil hectáreas de hoja de coca y se discute el uso de glifosato, un herbicida para controlar el crecimiento de maleza. Y todavía persiste la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional -ELN- de inspiración guevarista. Pero este avance contra la violencia ha permitido el acceso y la participación en la vida política legal, de un sector que conocemos como de izquierda, con un discurso remozado, como ha ocurrido con las izquierdas antes marxistas-leninistas y ahora medioambientalistas.

Aquí en Medellín, donde sigue cantando cada vez mejor el Zorzal Criollo, donde sigue siendo muy apreciado, donde falleció y desde donde escribo esta parte, los locales tangueros que reabrieron tras la liquidación del Cártel brindan bellos espectáculos. Y la Comuna 13, otrora foco de violencia y muerte, hoy es un centro cultural al aire libre, con bares, restaurantes, galerías de arte urbano y mucho color.

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Lo siguiente tiene que ver con la pandemia y las deficiencias de un sistema que han sido dramáticamente puestas en evidencia.

Hasta aquí descrito, el modelo conservador que ha imperado en Colombia por más de un siglo logró una importante estabilidad macroeconómica, en medio del equilibrio estratégico de facto que mantuvo con la violencia. Pero no logró sostener la reducción de las desigualdades sociales. El país mantenía una tasa de alrededor del 40% de su población en pobreza y es uno de los países más desiguales de la región, según cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística -DANE-, pese a sostener una tasa de crecimiento anual promedio del 5,5% y lograr avances importantes en su infraestructura, como la red de gas natural que sirve a más de la mitad de su población.

Todo esto, hasta antes de la pandemia.

Esta vez sí, al igual que los demás países de la región, hubo que hacer frente a la crisis, gastar y, cuando tocó, endeudarse. Si bien la deuda pública estaba por el 30% equivalente al PBI del país y había espacio fiscal, el déficit creció y la deuda también. Entonces el gobierno propuso la “ley de solidaridad sostenible” para recaudar unos 6300 millones de dólares adicionales que aplaquen la sed hacendaria.

El entonces ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, explicó que se trataba de ampliar la base tributaria de tal manera que más personas naturales tributen, aplicando un impuesto a la renta a quienes percibieran más de 670 dólares al mes -el sueldo mínimo es de 230 dólares- e impuestos al valor agregado –IVA- de los servicios básicos. También anunció impuestos a los altos patrimonios y las rentas elevadas, pero el impacto sobre el sector medio sacó a la calle a una población que no ha estado acostumbrada a protestar. Inédito, además, por el tipo de violencia que se registró durante las marchas.

El gobierno finalmente retrocedió con su propuesta, pero las protestas continuaron. Ciertamente venían del 2019, meses antes que estalle la pandemia, lo cual obligó a suspender las marchas, aumentando el descontento a la par que los contagios y el desempleo. Según cifras oficiales, con la crisis sanitaria el 17% de la PEA activa del país no tenía trabajo, en el momento más crítico de las restricciones. Y tras lograr el acuerdo de paz con las FARC, el temor a verse vinculado con esta y, en general, con movimiento político o subversivo alguno, desapareció.

Justamente la implementación de este acuerdo de paz ha sido otro de los detonantes de este giro histórico que hemos comprobado el pasado domingo. Porque la pandemia tocó a Colombia organizando un sistema de protección para testigos y una Justicia Especial para la Paz, con problemas de financiamiento y tenaces detractores. Al no poder avanzar, la violencia y el número de muertos se incrementaron y, con esto, las protestas. Entrenada para enfrentar organizaciones violentas, la Policía tuvo dificultades para enfrentar reclamos ciudadanos que se ejercen en democracia.

Con críticas al modelo económico y problemas para implementar los acuerdos de paz, superar el trauma de la guerra se vuelve más complicado; a lo que se suma la secuela también de muerte y crisis económica, dejada por la pandemia.

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Pero el elemento necesario para terminar de comprender el giro histórico dado el pasado domingo, está en las características del nuevo sistema poscapitalista que, aquí en Bogotá – donde termino de escribir estas líneas- como en todo el mundo, está transformando el modo de producción de bienes y servicios.

Hay un nuevo entendimiento de la economía, donde los paradigmas y las estructuras que conocimos estos dos siglos, cambiaron. Si el conservador modelo colombiano bipartidista se levantó sobre la estructura capitalista del siglo XIX, proyectado hasta el siglo XX, pues no va más. Y los jóvenes, siempre menos prejuiciosos y más abiertos a las transformaciones y los cambios, lo perciben con claridad.

Esta nueva etapa de la historia, que solo diré poscapitalista -pues no tenemos forma aún de llamarla-, la expliqué antes, en un libro publicado por la Universidad de San Marcos, el cual puede ser consultado al respecto. Sobre este concepto, Colombia necesita entrar a la moderna economía del conocimiento, a la automatización de procesos, al comercio electrónico, Y sobre todo esto, construir un nuevo modelo político del cual, por ahora, parece lejos estar.