En el Perú, la figura de las organizaciones no gubernamentales (ONGs) se ha convertido en un actor poderoso que opera en la sombra del aparato estatal y bajo la protección de un halo de altruismo. Estas organizaciones, que en principio deberían enfocarse en propósitos filantrópicos y misiones específicas, se han transformado en piezas clave de un engranaje mucho más complejo y preocupante: la influencia política encubierta. Hoy, la falta de fiscalización y transparencia de las ONGs en el país es una amenaza para nuestra democracia y un ejemplo más del desbalance que existe entre sus discursos y sus acciones reales.
No es casualidad que la mayoría de las ONGs en el Perú compartan un sesgo ideológico progresista o filo socialista. Esta inclinación no surge de la nada; responde a una estrategia bien articulada que conecta a las ONGs con los medios de comunicación, la academia y el mundo cultural. Este «triunvirato» funciona como un motor de cambio político desde las narrativas culturales, imponiendo una agenda que no necesariamente refleja los intereses de la mayoría de los peruanos. Así, las ONGs terminan siendo no solo plataformas de acción social, sino también herramientas para influir en la opinión pública y hasta en los resultados electorales.
Un ejemplo claro es el apoyo que muchas de estas organizaciones reciben de los grandes medios de comunicación, quienes amplifican sus mensajes y les brindan una plataforma para posicionarse como agentes imparciales. Pero esta imparcialidad es una falacia. Las ONGs actúan en pared con periodistas, académicos y artistas que, bajo la bandera del «progreso» o la «inclusión», empujan narrativas alineadas con intereses políticos muy específicos. ¿El resultado? Una agenda cultural que busca inclinar la balanza electoral y moldear la opinión pública según sus propias conveniencias.
Uno de los aspectos más preocupantes es la cercanía que algunas ONGs tienen con instituciones clave del Estado, como la Fiscalía de la Nación. Esto no es exclusivo del Perú; en Estados Unidos, el caso de la ONG Association of Attorney Generals (AGA), vinculada al gobierno de Qatar, es un ejemplo alarmante. Esta organización, que supuestamente trabaja en favor de los fiscales estatales, ha sido utilizada como una herramienta de influencia política para lavar la imagen del gobierno qatarí, conocido por sus cuestionables prácticas en materia de derechos humanos.
En el Perú, también existen ONGs que se presentan como imparciales pero que, en la práctica, tienen una agenda clara. Estas organizaciones no solo trabajan de cerca con organismos del Estado, sino que también se escudan en su estatus de «sociedad civil» para evitar cualquier tipo de fiscalización. El paralelismo con el caso estadounidense es evidente: así como Qatar utiliza una ONG para esconder sus intereses, en nuestro país algunas ONGs han encontrado en la falta de regulación un terreno fértil para actuar sin rendir cuentas.
La principal defensa de estas organizaciones ante cualquier intento de fiscalización es que tal medida representaría un ataque a la sociedad civil y a los derechos humanos. Pero esta postura es un escudo que busca proteger la opacidad. ¿Por qué una organización que recibe fondos públicos o internacionales debería estar exenta de rendir cuentas? ¿Por qué resulta tan complicado verificar si su presupuesto se utiliza para sus fines declarados y no para proselitismo político?
La realidad es que la fiscalización no es un ataque, sino una necesidad. Es fundamental garantizar que los recursos se utilicen de manera adecuada y que estas organizaciones no se desvirtúen de sus objetivos originales. Además, una mayor transparencia permitiría desenmascarar a aquellas ONGs que operan como brazos políticos disfrazados de filantropía.
No fiscalizar a las ONGs tiene un costo alto para nuestra democracia. Cada cinco años, vemos cómo muchas de estas organizaciones se convierten en actores clave en las elecciones, influenciando a través de campañas mediáticas o iniciativas culturales que buscan inclinar la balanza hacia un lado específico. La falta de regulación también fomenta la desconfianza pública, ya que los ciudadanos no tienen forma de verificar si estas organizaciones realmente cumplen con su propósito o si están siendo utilizadas como herramientas de manipulación.
El Perú necesita tomar medidas concretas para abordar este problema. La fiscalización no solo es posible, sino imprescindible. Es hora de exigir transparencia a las ONGs y de desenmascarar a aquellas que utilizan su estatus para avanzar agendas políticas encubiertas. Solo así podremos garantizar que estas organizaciones contribuyan de manera positiva a nuestra sociedad y no se conviertan en un obstáculo para la democracia.