Opinión

El proyecto de persecución ideológica

Más que una propuesta legislativa, el proyecto de ley de crímenes de odio que se debatirá hoy en la Comisión de Justicia del Congreso es una declaración de intenciones del poder ideológico de turno. Encabezado por la congresista Susel Paredes, este proyecto pretende agravar las penas de diversos delitos cuando se cometan por motivos de “odio”. Sin embargo, el término “odio” no está definido con precisión, abriendo la puerta a la arbitrariedad judicial y al abuso político.

La propuesta introduce agravantes calificadas para delitos como homicidio, lesiones graves y lesiones leves si se determina que fueron cometidos por odio hacia una característica protegida. También amplía el delito de discriminación e incitación a la discriminación, incluyendo motivos como orientación sexual, identidad de género, opinión, nivel socioeconómico, entre otros.

A primera vista, esto podría parecer una medida justa para proteger a las minorías. Pero al analizar el fondo, se revela como una herramienta de ingeniería social que socava principios esenciales del Estado de derecho y amenaza derechos fundamentales como la libertad de expresión.

Una definición ambigua que habilita la arbitrariedad

Uno de los mayores problemas de este proyecto es la falta de definición clara del concepto de “odio”. Según la teoría del delito, todos los elementos esenciales de un delito deben estar bien definidos en su tipificación. La ambigüedad convierte el concepto en un comodín interpretativo, dejando su aplicación al criterio subjetivo de fiscales y jueces.

Esto genera incertidumbre jurídica. ¿Cómo se prueba que un delito fue motivado por odio hacia una característica protegida? Las decisiones judiciales se basarán en percepciones y suposiciones, lo que podría derivar en una justicia arbitraria.

En países como Reino Unido y Canadá, legislaciones similares han conducido a controversias, investigaciones absurdas y censura preventiva. En Alemania y Francia, la regulación estricta ha provocado la eliminación excesiva de contenido en plataformas digitales, limitando el debate público. Estados Unidos, por otro lado, ha rechazado estas iniciativas por inconstitucionales, defendiendo la libertad de expresión incluso cuando resulta ofensiva para algunos.

El impacto en la libertad de expresión

La libertad de expresión es el principal blanco de este proyecto. Al penalizar la “promoción o incitación al odio”, el discurso público queda condicionado a las emociones de quienes se consideran ofendidos. Esto no solo limita el derecho a expresar ideas impopulares, sino que también fomenta un ambiente de autocensura.

En manos de un sistema judicial instrumentalizado por intereses ideológicos, el proyecto podría ser utilizado para perseguir a disidentes. Toda crítica podría ser catalogada como “discurso de odio”, dejando la opinión circunscrita a la corrección política dictada por los caviares que ostentan la hegemonía cultural.

La victimización como estrategia política

Este proyecto también fortalece una tendencia peligrosa: el uso de la victimización como herramienta para adquirir poder. Al establecer agravantes basados en motivos subjetivos, se refuerza la narrativa de que ciertos grupos son intrínsecamente vulnerables y necesitan privilegios legislativos disfrazados de derechos.

Este enfoque no solo perpetúa divisiones sociales, sino que también desacredita las verdades empíricas de disciplinas como la biología, la economía y la sociología, que podrían ser tachadas de “discurso de odio” si generan incomodidad. ¿Hasta dónde llegará esta dictadura de las emociones?

Un llamado al Congreso

Los congresistas de la Comisión de Justicia tienen hoy la responsabilidad de defender principios fundamentales de nuestra democracia. Aprobar este proyecto sería allanar el camino para la persecución ideológica y el silenciamiento de voces críticas.

No se trata de avalar el odio ni la discriminación, sino de reconocer que la solución no pasa por criminalizar las emociones o las ideas. La justicia no puede construirse sobre bases subjetivas y arbitrarias.

Ojalá los congresistas comprendan que esta iniciativa, lejos de proteger a las minorías, pone en riesgo derechos fundamentales de todos los peruanos. Rechazar este proyecto no es un acto de odio, sino un acto de responsabilidad y sentido común.

Si el Congreso realmente quiere combatir la discriminación, debe enfocarse en fortalecer las instituciones, garantizar un sistema judicial independiente y promover una cultura de respeto basada en la educación, no en la censura y el control ideológico. Es momento de poner límites a la instrumentalización política de la justicia y de defender la libertad con valentía.


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