Opinión

Del cepo y la mordaza, y la libertad en democracia

El mundo se debate entre dos bandos irreconciliables: aquellos que trabajan y le cumplen a la sociedad al buscar el desarrollo colectivo, y quienes con su obrar irresponsable e ilegal engañan los pueblos y hacen el mal a los demás.

Justo cuando el ser humano tiene acceso universal a los beneficios de la era del conocimiento y la convergencia digital; la autenticidad, veracidad y seriedad con que se manejen la información y las comunicaciones, son la única garantía de que las naciones en lugar de autodestruirse construyan y avancen sobre principios fundacionales que las conduzcan a un desarrollo cultural y socioeconómico efectivo, justo, equilibrado y sostenible de toda nuestra civilización.

La aplicación del cepo y la mordaza a la libertad de expresión es tan perjudicial para la estabilidad de una sociedad democrática, como consentir el libertinaje, la anarquía y la imposición ideológica o monetarista de la violencia, que multiplica los actos de quienes como forma de vida eligen hacer el mal consintiendo el engaño, la injuria y la calumnia y el ejercicio del terrorismo en todas sus manifestaciones posibles.

Entendamos que la principal infamia que permite la degeneración sistemática de la conducta de los líderes políticos que tienen la responsabilidad de conducir una nación, es la utilización de la justicia con fines ideológicos para controlar el poder estatal supuestamente en beneficio del pueblo al que engañan sistemáticamente por medio de la desinformación y la aplicación del cepo y la mordaza a libertad de expresión.

La verdad es el único estandarte del que dispone la justicia, para sopesar la balanza que determina su existencia en función de la inexorable diferencia entre todas las actuaciones humanas, que en su esencia solo parten de la distinción objetiva entre el bien y el mal.

La verdad debe ser el objetivo de la comunicación cuando esta se realiza de forma ética, con sentido social, y se respeta la libertad de expresión dentro de la sensatez y la racionalidad que demanda el ejercicio democrático cuando este no traspasa al campo del libertinaje, soportando los abusos propios de la anarquía o de la autocracia, pues ambas conducen siempre al establecimiento de gobiernos totalitarios.

Hoy el engañosamente llamado progresismo, con su discurso populista y demagógico propio de la falsedad dialéctica propagandística del socialismo del siglo XXI, al igual que el fundamentalismo extremo por mandato divino, se nutren del narcotráfico y otras fuentes ilegales para financiar la violencia y se valen del terrorismo físico o verbal para contrarrestar las fuerzas económicas y los valores cívicos, sin los cuales la política se reduce a la administración del empobrecimiento, la miseria y la desgracia colectiva.

En un mundo repleto de líderes liliputienses con egos de Gulliver, el peligro más grande de nuestra civilización occidental al entrar en este nuevo milenio es el narcoterrorismo disfrazado de democracia, destruyendo los límites de las libertades democráticas.
El progresismo promueve la impunidad para lucrarse de la ilegalidad y poder imponer agendas ideológicas minoritarias a las mayorías, a cuenta de una sociedad cobarde y constreñida por guardar las apariencias de lo políticamente correcto.

Es así como se fomenta la utilización de drogas, descartando las adicciones como efectos endémicos en salud de la población y la seguridad ciudadana, para justificar el libre desarrollo de la personalidad.

Es así como en contra de la propia naturaleza humana las agendas de género ignoran la problemática de la desnutrición infantil, llegando al tenebroso absurdo de permitir que se haga cambio de sexo durante la niñez y la adolescencia.

Es así como las mascotas son convertidas en sujetos de derecho, pero nadie explica cómo puede un juez hacerlas cumplir las obligaciones que preceden su ejercicio.

El funcionamiento del mundo entero está amenazado por el narcoterrorismo al comando del poder político. Se trata de la peor plaga social con que se quiere liderar el planeta, representa el poder del mal con el que se desnaturaliza, se suplanta y se deja indefensas todo tipo de sanas creencias religiosas fundamentadas en la caracterización del bien de las personas y de las naciones, sean ellas cristianas, judías, musulmanas o budistas.

Tenemos anarquías y autocracias por excesos y enfermedades desatendidas en las democracias, relacionadas con la complacencia con la ilegalidad.

Está el ejercicio del poder en manos de quienes, siendo una clase politiquera y embaucadora, de manera fraudulenta presumen de representar al pueblo, pero se relacionan y negocian con la ilegalidad bajo la excusa del apaciguamiento, para inmovilizar y silenciar el sentir de las mayorías indefensas.

Nada violento ni inhumano debería ocurrir en las naciones en manos de líderes buenos capaces de diferenciar entre la legalidad y la impunidad y donde no se produce y trafica droga abiertamente y hay controles sobre el lavado de activos y el contrabando.

Toda la civilización occidental está bajo el ataque violento de organizaciones criminales insurgentes que ejercen el terrorismo contra la población, contra el Estado y sus fuerzas armadas constitucionales, pero nuestros líderes políticos, económicos, gremiales e institucionales, no comprenden que los niveles desbordados de violencia son propios de las sociedades donde el Estado es débil o promiscuo con los criminales y con todas las manifestaciones de la ilegalidad.