Opinión

Alejandro Toledo (2da parte)

Por aquellos días tuve oportunidad de conversar con funcionarios de la embajada norteamericana. Estaban indagando entre políticos, intelectuales y periodistas. Pero de aquellos encuentros guardo la certeza que la Agencia Central de Inteligencia -CIA- no solo conocía de la operación hacía tiempo, sino que estaba decidida a terminar con Montesinos.

Eran tiempos del «Plan Colombia» un enorme esfuerzo económico, político, militar, policial de Washington por acabar con el último bastión subversivo sobreviviente en Sudamérica, atrincherado en su aliado histórico de los recientes cincuenta años, por lo menos.

Y el asesor presidencial, el asesor de la Alta Dirección de la inteligencia nacional, había chocado con los gringos.

Tres semanas después -setiembre, 14- apareció el primer «vladivideo»: una grabación en la sede del SIN, sobornando Montesinos al congresista electo por Perú Posible, Alberto Kouri, con quince mil dólares para pasarse a las filas del gobierno. Las confesiones posteriores de Matilde Pinchi Pinchi, una de las amantes de Montesinos y extractora del video a despecho, y las revelaciones del modo cómo fue ofertado y descartado por varios políticos en el camino, hasta que llegó a las manos de Luis Iberico, un periodista y congresista recién electo por las filas del Frente Independiente Moralizador, indician el esfuerzo por revelar una de las entrañas más miserables del régimen. El amable trato posterior dado a la señora Pinchi Pinchi por la justicia peruana, pese a las confesiones realizadas pagando sobornos -entre otras gracias-, confirman a este curioso la operación montada por la CIA para deshacerse de quien había sido su soplón hacía veinticinco años.

Fujimori sin Montesinos era un inútil. El sábado 16, a dos días de conocido el primer «vladivideo», el dictador anunció al país la desactivación del SIN y la convocatoria «en el inmediato plazo posible a elecciones generales» en las que no participaría.

Rápidamente ubiqué a Alejandro Toledo. El lunes siguiente lo estábamos entrevistando. Además de confirmar su participación en el proceso electoral adelantado, exigía la salida de Fujimori pues, en su engolada opinión, no garantizaba una elección limpia.

Era la vuelta al primer tablón sobre el escenario político nacional del excandidato presidencial.

Y de pronto, nuevamente, una incertidumbre mayor a la vivida la primera parte del año volvió a propagarse por el país. Montesinos, de haber acudido a la fiscalía el mismo lunes que entrevistábamos a Toledo, pasó a «no habido», según declaraba quien fungía como ministro de Justicia: un pobre hombre denominado Alberto Bustamante. Empero, los estrechos lazos construidos mediante sobornos y coacciones a militares, policías, jueces, fiscales, periodistas, políticos, le permitía algún siquiera estrecho margen de acción que aumentaba la zozobra en el remecido régimen, temeroso de un golpe de Estado o cualquier otro complot en contra. Así, se abocaron todos a buscar un país en la región que asilara al exasesor que, por cierto, complotaba. El presidente del Consejo de ministros era Federico Salas Guevara, ex competidor de Fujimori en la anterior elección de abril; y el ministro de Relaciones Exteriores, Fernando de Trazegnies, castellanizado nombre de un abogado heredero de títulos nobiliarios con publicaciones sobre historia, quien había negociado la delimitación pendiente con Ecuador y, en tal virtud, apenas designado Canciller, fue uno de los suscriptores del acuerdo definitivo sellado en Brasilia dos años antes. Y todos estos funcionarios, en coordinación con Fujimori, empeñados en tal tarea, recibieron respuestas negativas. Las consultas diplomáticas confirmaban lo que por aquí era sabido: se trataba de delitos comunes.

Finalmente, el gobierno panameño, presionado por la OEA y los Estados Unidos, aceptó revocar su decisión de apenas el día anterior y recibir a Montesinos quien, atrincherado en la sede del SIN, fue trasladado la noche del 23 en helicóptero hasta el aeropuerto Jorge Chávez, de donde una avioneta facilitada por el banquero Dionisio Romero lo condujo hasta Panamá, arribando las primeras horas del 24.

En un comunicado, la autoridad panameña explicó su decisión para facilitar «el proceso democrático y la paz en el hermano pueblo sudamericano». Se trataba de un visado turístico, mientras se resolvía la solicitud de asilo político presentada por Montesinos, en el plazo de un mes.

Esa mañana, Fujimori encabezó la ceremonia por el día de las Fuerzas Armadas en el Cuartel General del Ejército, agradeciendo el comportamiento de la institución castrense durante los diez años de su gobierno. Horas después se conoció los proyectos enviados al Congreso; uno, de modificación constitucional para recortar el mandato presidencial y legislativo a doce meses y, otro, para desactivar el SIN. Al día siguiente apareció la resolución suprema que cesaba «las funciones y responsabilidades» de Montesinos dándole las gracias por «los importantes servicios prestados a la Nación» (luego otra resolución rectificó esta, cesándolo en sus funciones, sin agradecimiento alguno). Quince días luego, el ocho de octubre, al pronunciar su alocución por el día de Grau, reiteraba Fujimori, en un discurso lleno de tribulaciones que su «única aspiración es una transición ordenada que no perjudique nuestra economía y que permita al pueblo elegir con calma, reflexivamente al mejor candidato». Días más adelante, mientras en el Congreso se presentaba un proyecto de ley para exonerar a militares y policías de responsabilidad penal por cuestiones derivadas de la lucha contra el terrorismo, en Palacio de Gobierno, durante una conferencia de prensa, el zarandeado dictador lamentaba la situación política del país, precisando que, en su momento, el embajador Stein le había dicho que esta tercera elección había sido limpia.

Tocaba ubicar al exjefe de la Misión de observadores electorales, a quien convoqué para una entrevista telefónica desde Guatemala la mañana siguiente, donde desmintió al dictador y reiteró las irregularidades observadas.

Mientras, al otro extremo de Centroamérica, un día antes del mes fijado por el gobierno panameño para resolver el asilo de Montesinos, este había tomado un vuelo privado rumbo a Guayaquil, a sabiendas que sería rechazado su pedido. Fue, quizá, el momento más vertiginoso que, periodísticamente, recuerdo. Porque era domingo 22 de octubre -empezando la noche- y una llamada telefónica que recibí del jefe de turno de la mesa de informaciones me alcanzó la noticia… que llegaba hasta Guayaquil, pidiéndome enlaces y números telefónicos de quiénes podría entrevistar ese instante. Y, al concluir el día, me acosté con la noticia en Guayaquil, preparando mentalmente la pauta para el día siguiente -lunes 23- que pasaba por funcionarios y periodistas ecuatorianos para aproximar a nuestros oyentes a las disposiciones que tomaría ese gobierno. Pero, al amanecer, las autoridades ecuatorianas le habían negado el ingreso al país y la avioneta continuó viaje hasta Pisco, donde aterrizó.

Tiempos aquellos en que nos acostábamos con una noticia y amanecíamos con otra. Tuve pues que rehacer sobre la marcha la pauta del programa, en la «combi» rumbo a la radio, atento a cualquier novedad desde Pisco que cambiara el curso de los acontecimientos.

Finalmente, durante el resto de la mañana Montesinos se esfumó. Desesperado por capturarlo, Fujimori entró en trompo y montó operativos de búsqueda ridículos y allanamientos ilegales, falsificando credenciales de fiscales. Nunca lo halló. Mientras, los altos funcionarios de la República seguían renunciando en mancha, incluyendo a su primer vicepresidente, Francisco Tudela, quien presentó dos cartas: una a Fujimori y otra a la presidente del Congreso de la República, Martha Hildebrandt, el mismo instante que Montesinos había vuelto al país. El desmoronamiento del gobierno era indetenible.

Empezando noviembre se conoció una confusa operación para «indemnizar» a Montesinos con 15 millones de dólares, al momento de su destitución, que luego fueron devueltos al Tesoro Público por Fujimori en efectivo, mientras en el Parlamento se empezó a discutir cada vez con más fuerza la censura de su titular y la vacancia de la presidencia de la República. El martes 7, se presentó una segunda moción de censura contra la señora Hildebrandt, por obstaculizar la formación de una comisión parlamentaria para investigar el «presunto enriquecimiento ilícito de Montesinos». El lunes 13 se aprobó la censura. Esa mañana, Fujimori había anunciado otro allanamiento en busca de Montesinos, esta vez en la playa Arica, 40 kilómetros al sur de Lima. Luego partía rumbo a Brunei, sin mayores parafernalias, para asistir a la XII cumbre de mandatarios del Foro Asia-Pacífico -APEC- que empezaría aún en dos días, el 15 y 16.

Al igual que Prado durante la guerra con Chile, el presidente viajó debidamente autorizado por el Congreso, pues una inusual resolución legislativa aprobada a petición de este el 6 de octubre anterior y promulgada el 12, le permitía salir del país entre el 16 de octubre de ese año 2000 hasta el 15 de enero siguiente. Así, partió en el avión presidencial, hasta San Francisco primero, donde continuó viaje en vuelo comercial (el avión presidencial no tenía suficiente autonomía para completar ruta hasta el sudeste asiático). Lo hizo acompañado solo por tres militares sin resolución administrativa que dispusiera los viáticos respectivos. Vale decir, al vuelo.

Con el presidente de la República fuera del país y la presidente del Congreso censurada, el pleno parlamentario recién voto el jueves 16 a don Valentín Paniagua como su titular. Aquellas horas -por la mañana en el Perú, por la noche en Brunei- Fujimori dejaba la cumbre de la APEC antes que concluya, antes de la foto oficial, rumbo a Tokio en vuelo comercial, con escala en Kuala Lumpur, Malasia.

Eran las únicas certezas en aquellas horas inciertas.

Antes de partir de Lima, Fujimori había encargado el despacho presidencial a su segundo vicepresidente, Ricardo Márquez, hasta el día 18. Estaba, más o menos previsto que, después de Brunei, el gobernante viajaría a Tokio para completar las gestiones de un préstamo en trámite ante el gobierno japonés y luego hasta Panamá, para la X Cumbre Iberoamericana, el 17 y 18 de noviembre. Más o menos. Pero Fujimori se quedó en Tokio. Hasta que, la mañana del domingo 19 de noviembre, el premier Salas Guevara llamó a la radio temprano para informar al país, a través de las ondas hertzianas, que el honorable primer mandatario de la República lo había llamado a él y al vicepresidente encargado del despacho presidencial, para comunicarles que renunciaba a la presidencia, se quedaba en Japón un tiempo más -indefinido- y que, en camino de vuelta, estaba un edecán con la carta de renuncia dirigida al presidente del Congreso, la cual adelantaba vía correo electrónico y fax.

Aquel domingo y lunes siguiente fueron de intensas reuniones, consultas y convocatorias, a la espera de la carta, la cual debía tramitarse formalmente. El martes 21, el Congreso de la República reunido en pleno debatió, desde las diez de la mañana, primero, aceptar la renuncia presentada hacia un mes por el primer vicepresidente, Francisco Tudela y, luego, una moción de vacancia presidencial tramitada a la par de la misiva que arribó desde Tokio. Votada aquella antes que esta, ya por la noche, a eso de las diez, el Congreso de la República declaró la vacancia presidencial de Alberto Fujimori por incapacidad moral para ejercer el cargo.

Al día siguiente quedaba aún un pequeño escollo más por salvar: Ricardo Márquez. Encargado del despacho, el menesteroso guardaba ingenuas esperanzas que el Congreso lo ratificara y, así, conducir la transición política hasta el 28 de julio siguiente. ¡Quimeras! Huérfano de respaldo hasta en su casa, no le quedó más que presentar su renuncia, aceptada por el Congreso esa mañana.

A la una de la tarde de aquel 22 de noviembre de 2000, siguiendo la línea de sucesión constitucional, el presidente del Congreso de la República, Valentín Paniagua Corazao, juramentó como presidente constitucional de la República.

º º º

El fin del decenio de Alberto Fujimori representaba un hito histórico que vivía de cerca, pues era ¡ya! en aquel momento, el segundo gobierno más largo de la República después del oncenio de Augusto B. Leguía.  Intensos meses de una experiencia única que, ahora, a la distancia y pensando en lo que viene, es invaluable.


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