Opinión

Alejandro Toledo (1ra parte)

Personalmente conocí a Alejandro Toledo durante el verano del 2000. Con el inicio del año había empezado a trabajar en Cadena Peruana de Noticias -CPN Radio-, uno de los poquísimos medios de comunicación que no habían sido «capturados» por el fujimorato, y lo tenía de referencias como un economista consultado por la prensa, que postuló a la presidencia de la República cinco años antes -sin fortuna-, y volvía a postular, esta vez por Perú Posible: una agrupación apenas bautizada para el proceso electoral en marcha; donde la mafia encabezada por Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, buscaba desesperadamente vencer el estancamiento en las preferencias electorales que mostraban todas las encuestas.

Fujimori había ganado las elecciones de 1990, 1995 y buscaba reelegirse el 2000. Amparado en una forzada interpretación auténtica de la constitución que promovió en 1993 -la cual impedía la reelección presidencial-, tenía como principal opositor al alcalde de Lima, Alberto Andrade, expectante en todas las encuestas y alguna vez encabezándolas; aunque con uno o dos años de antelación a la fecha de la elección que sería en abril de ese 2000.

La maquinaria estercolera del fujimorato demolió a Andrade, repitiendo titulares difamatorios en periódicos creados para tal fin: los «diarios chicha». A punta de «periodicazos» en enero descendieron las preferencias por el burgomaestre limeño y emergió Luis Castañeda Lossio, quien mostraba como carta de presentación su relativo éxito al frente del directorio de la Seguridad Social del país -hoy Essalud. Pero la misma maquinaria difamatoria que malversaba recursos del Estado organizando contracampañas infames, refirió hechos de su gestión y otras actuaciones profesionales de Castañeda, distorsionando fechas, lugares y testimonios. En pocas semanas –idus de marzo– las expectativas alrededor de este señor que un par de años luego sería alcalde de Lima, derrotando justamente a Andrade, palidecieron.

En política, como en la física clásica, los espacios se llenan, no existen los vacíos naturales. Se pueden forzar ciertas condiciones para generar un vacío, pero apenas cesan estas fuerzas, los vacíos forzados se llenan. Y así apareció la candidatura de Alejandro Toledo como alternativa para enfrentar una década dictatorial, colmando aquel espacio donde convergían diferentes sectores del país, cansados de la miseria expuesta por Fujimori y Montesinos

º º º

A la radio llegué como asistente de producción del programa estelar: «El Comentario de la Noticia». El formato consistía en realizar en hora y media de programa, desde las 0730 de la mañana, no menos de nueve entrevistas telefónicas -alguna vez llegamos hasta doce- muy puntuales, muy dinámicas. Los conductores eran tres caballeros de distinta procedencia: Santiago Pedraglio, sociólogo que venía de las filas de la izquierda socialista -había sido miembro del Partido Unificado Mariateguista-; Alberto Ku Kin, periodista de reconocida trayectoria, director de la agencia de noticias italiana ANSA; y Carlos Bustamante, quien tuvo un paso fugaz como director del diario oficial El Peruano.

La productora general era Zenaida Solís, experimentada periodista a quien recordaba como conductora de televisión en la década de los ochenta. A los quince días de llegar a la radio, el productor del programa -un compañero de colegio, quien me llevó a trabajar-, fue despedido por razones que no viene al caso comentar, y me quedé a cargo de la producción, pese a las ganas de retirarme en solidaridad con quien me recomendó y a insistencia también de Zenaida.

Lo que sobrevino aquel año 2000 fue de tal vértigo que mantengo aún el recuerdo a flor de piel. Tiene que ver con el giro histórico que dio el país, superando otra de las tantas dictaduras que hemos sufrido, para dar paso al ciclo democrático más largo de nuestra historia republicana hasta el presente. En cuya coyuntura destaca la consolidación de la imagen pública de Alejandro Toledo, la puesta en evidencia de las miserias humanas y la vuelta del aprismo a la primera escena política. Y entre este corsi e ricorsi, una experiencia profesional irrepetible.

EL VELOZ PROTAGONISMO que adquirió Toledo significó la reaparición de varios personajes en la política peruana y la aparición de otros nuevos, quienes acompañaban al candidato presidencial a las vicepresidencias, al Congreso o como parte del equipo profesional que se iba armando al trote. Mientras -entre febrero y marzo-, la denuncia por llenar planillones con firmas falsificadas para inscribir la candidatura de Fujimori y el intento por invadir terrenos baldíos en Lurín, desembozaban la dictadura. Maniobras concebidas por uno de los operadores del gobierno llamado Absalón Vásquez  – exmilitante aprista-, intentando desesperadamente remontar el estancamiento electoral referido.

En abril fueron las elecciones generales, cuyo flash informativo a las cuatro de la tarde mostró a Toledo ganador en primera vuelta… aunque sin mayoría absoluta. Minutos después, las televisoras compradas por el fujimorato suspendieron la cobertura informativa. Una de estas -América Televisión- empezó a transmitir “El Chavo del Ocho”.  Horas después, como a las ocho de la noche, mientras avanzaba el conteo oficial y se consolidaban los «conteos rápidos» de las encuestadoras, la tendencia terminó por revertir el flash a boca de urna: Fujimori había ganado la primera vuelta… aunque sin mayoría absoluta.

Las siguientes semanas hubo mucha incertidumbre, sobre todo por las acciones que tomaría Toledo quien, entre las denuncias a todos los vientos y las exhibiciones de Fujimori intentando consolidar una popularidad disminuida, se mostraba errático. En mayo, días antes de la segunda vuelta electoral, anunció que retiraba su postulación. El Jurado Nacional de Elecciones le respondió que no era posible, pues las disposiciones electorales no lo permitían. El país estaba en un limbo. La elección se celebró y Fujimori resultó electo por tercera vez.

Alejandro Toledo era finalmente un outsider, un improvisado en la política que, dada la coyuntura narrada, asomó «líder de la oposición» a una dictadura putrefacta como todas. Había postulado a la presidencia de la República en 1995 aupado por José Barba Caballero -otro disidente aprista- quien le ofrendó una franquicia denominada Coordinadora Democrática -CODE- en alianza con País Posible, la marca registrada entonces por Toledo. Barba accedió a una curul parlamentaria. Toledo quedó en cuarto lugar y dejó la política profesional. Al quinquenio volvió a postular a la presidencia, mutando País Posible en Perú Posible. De pronto, entrando y saliendo de la política, se encontró a la cabeza de la oposición a Fujimori y Montesinos; experimentados cabecillas dirigiendo una organización criminal construida durante diez años para controlar el gobierno central.

Reelecto Fujimori, la tensión en el país era mayúscula, pese a los esfuerzos del régimen por mostrar solidez y desaprovechando los yerros que seguía cometiendo Toledo. En poco tiempo habían aparecido: una paternidad no reconocida, un encuentro con prostitutas y algunas francachelas rumoreadas. Sin embargo, las dudas sobre la veracidad de estas aventuras eran legitimas, considerando las prácticas mafiosas de la dictadura «fujimontesinista» en el poder. Pero la actuación pública del candidato presidencial resembraba dudas, sobre todo por la ambigüedad de sus respuestas frente a hechos que podría zanjar «en una».

Más la indignación contra el gobierno aumentaba y aparecían nuevos actores para organizar, ahora, una marcha de protesta para el 28 de julio que Fujimori juraría por tercera vez la presidencia de la República: «La Marcha de los Cuatro Suyos» aludiendo la constitución del Tawantinsuyo y explotando el origen andino de Toledo, quien se hacía llamar Pachacútec, con una chakana en la mano -el símbolo de Perú Posible- y una vincha en la cabeza.

Estaba claro que protestar contra el régimen era el objetivo con el que se convocó la marcha, llegando gente de todos los rincones del país. Pero nadie podía responder si además esta iba a impedir la juramentación de Fujimori… o solo llegaría hasta los exteriores del Parlamento peruano donde juramentaría… o era parte de una estrategia de resistencia cívica… o se trataba apenas de protestar y dejar constancia del descontento ciudadano. Lo recuerdo bien porque, en la radio, éramos de los pocos medios que dábamos cobertura a los preparativos de la marcha y porque, en diferentes momentos, los diferentes responsables de la movilización respondían en dirección a los cuatro suyos.

El saldo fue trágico: seis vigilantes del Banco de la Nación fallecieron en el incendio de la sede central en Lima, provocado por maleantes contratados por Montesinos. Y hubo enfrentamientos, gases lacrimógenos, detenidos y lesionados por doquier. Mientras en el Parlamento la ceremonia de juramentación se realizaba en medio de protestas de los congresistas opositores al fujimorato, quienes arengaban, mostraban carteles y se retiraban del hemiciclo.

Fujimori juramentó.

Al día siguiente la protesta callejera desapareció. Algunas denuncias continuaron presentándose en los medios que no estábamos alineados con el gobierno; pero, valgan verdades, estas se disiparon en unos días. Recordemos el caso de la OEA. La Organización de Estados Americanos, que había participado como observadora del proceso electoral a través de una misión encabezada por el excanciller guatemalteco Eduardo Stein -hasta que se retiró del país entre la primera y segunda vuelta-, mantenía sus dudas. Pero no le quedó otra que transar con los resultados: una semana después del balotaje realizado en mayo y en el marco de su XXX sesión ordinaria, resolvió enviar otra «Misión de Alto Nivel» encabezada por el secretario general, César Gaviria, y el canciller canadiense, Lloyd Axworthy, para «explorar (…) opciones y recomendaciones dirigidas a un mayor fortalecimiento de la democracia en ese país».

Cuando la misión llegó, un mes antes que Fujimori juramentara por tercera vez, vino, vio y venció. En tres días conversó con el gobierno, la oposición y dejó una serie de «opciones y recomendaciones», como «asegurar la independencia del Poder Judicial» o fortalecer «la función fiscalizadora del Congreso de la República sobre los actos de la administración» que se implementarían mediante una «Mesa de Diálogo» que efectivamente se instaló en agosto, después de la juramentación de Fujimori… por tercera vez.

Era la consolidación del «fujimorato», cinco años más. En los comités editoriales de la radio -los jueves a las 3 de la tarde- planeábamos, con cierta resignación, cómo abordar los temas económicos y sociales, dado que el país entraba en una inercia distinta de la política… que había agotado a la ciudadanía la primera parte del año. La dirección que Toledo había asumido se esfumó en un santiamén al día siguiente de la «Marcha de los Cuatro Suyos» y, así, desaparecido todo liderazgo, entre las discusiones en la «Mesa de Diálogo de la OEA» y en el Congreso de la República para la instalación de las comisiones ordinarias, el régimen quedaba confirmado. Oposición y gobierno debatiendo. La sociedad civil invitada al debate. Era la perpetuación del régimen. Algo mismamente como abrir espacios de diálogo, discusión y debate que promueve hoy la ingenuidad política, para dialogar, discutir y debatir con el régimen de Maduro.

Sin novedad en el frente de Toledo, lo siguiente que supimos fue que estaba de viaje fuera del país. Y lo olvidamos. Por mi parte, quería retomar la universidad con fuerza. Total, la calma reinaba de nuevo.

Hasta que el 21 de agosto todo cambió. Una conferencia de prensa convocada en Palacio de Gobierno presentaba la exitosa desarticulación de una banda que había contrabandeado armas para las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC- desde Jordania. La ostentosa presentación estaba dirigida por Fujimori, acompañado por los ministros del Interior y Defensa, el jefe del Servicio de Inteligencia Nacional -SIN- y, ¡oh, novedad! el asesor de la Alta Dirección del SIN, el doctor Vladimiro Montesinos Torres.

Nuestros regentes políticos, muchos de estos entre rastreros como improvisados, tan despreocupados por la investigación rigurosa como distraídos para la observación; y nuestros analistas políticos, tan sobrevalorados como los títulos que muestran en cada presentación; inmediatamente felicitaron el exitoso operativo que confirmaba el compromiso del presidente Fujimori y su asesor Montesinos en la lucha contra el terrorismo, venga de donde venga. Incluso destacaban la aparición pública del eficiente asesor, quien podría estar asomando un ministerio -quizá el Interior-, en lo que sería una nueva etapa de la administración.

Recuerdo incluso con claridad a varios de nuestros entrevistados comparando el derrotero probable del poderoso asesor presidencial con el de Alejandro Esparza Zañartu, siniestro jefe de la policía política del dictador Manuel A. Odría, quien al asumir la cartera entonces de Gobierno y Policía -hoy Interior- se expuso políticamente y a la postre confirmó la caída del «ochenio» de Odría.

Lamentablemente para los intereses de Fujimori y Montesinos, revelaciones periodísticas dieron cuenta rápidamente de una trama espeluznante que desbarataba la del exitoso operativo.

Primero, la confirmación del gobierno jordano que la compra de los fusiles había sido realizada oficialmente por el gobierno peruano, así como las transacciones financieras. Luego, que las armas llevaban sello peruano. Y que, el traslado y lanzamiento en paracaídas para entregarlas a las FARC durante el año anterior -1999- en tres armadas -todo dirigido por Montesinos-, era de conocimiento de las autoridades colombianas con antelación.

Más burdo, imposible.


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