El 31 de octubre último, mientras disfrutaban de un almuerzo en el distrito de Miraflores, el empresario Felipe O’Neill disparo a su compañera de trabajo Rosa Benavides causándole la muerte. De acuerdo a las investigaciones se trataría de un accidente por la mala manipulación del arma de fuego por parte del empresario, quien luego, presa de los nervios opto por encerrarse en su vehículo y dispararse a la cabeza muriendo en el acto.
Felipe O’Neill – autor de los disparos- había obtenido la licencia para el uso de su pistola el 04 de septiembre, es decir, 27 días antes de esta terrible tragedia, lo cual debe llevarnos al análisis y replanteo del otorgamiento de las licencias por parte de la SUCAMEC, el aprobar un examen psicosomático y hacer 5 disparos en un polígono no garantiza en absoluto que el solicitante este apto para portar armas de fuego.
Paralelamente, en otros puntos de Lima los enfrentamientos entre peruanos y venezolanos con armas de fuego se están volviendo habituales, de ahí que no sorprende la aparición del grupo armado “Los Gallegos” – organización delincuencial venezolana derivada del llamado “Tren de Aragua”- que bajo la excusa de combatir la xenofobia promueven el sicariato contra quienes se niegan ceder a sus actividades de extorsión y cobro de cupos.
Todos nos preguntamos ¿Quién provee de armas a estos sicarios para sus crímenes? La mayoría de las armas adquiridas por los delincuentes ingresan al país por la vía legal, y luego son declaradas perdidas o robadas por sus propietarios, siendo muchas veces malos elementos de la seguridad privada quienes venden sus armas a terceros abasteciendo de logística a las organizaciones criminales.
¿Puede el Estado tomar medidas preventivas? La principal función de la SUCAMEC es dar cumplimiento a la legislación sobre los servicios de seguridad privada y por ende debería fiscalizar de manera constante a las empresas del rubro visitando periódicamente los almacenes donde guardan sus armas a fin de poseer una relación actualizada de las mismas, lo que debería traer como consecuencia un mayor celo y cuidado por parte del personal que las usa y de la misma empresa en la que prestan servicios.
Otra arista sobre este tema es que la tenencia ilegal de armas de fuego se encuentra tipificada y sancionada en el artículo 279-G de nuestro Código Penal, pues se entiende que resulta peligrosa para la sociedad la posesión de armas sin contar con la autorización administrativa correspondiente. Lo paradójico es que uno de los requisitos para la autorización administrativa es haber adquirido previamente un arma de fuego, lo que implica que toda persona por el sólo hecho de haberla comprado sería autor del referido delito. Todo un delirante circulo vicioso que se podría evitar si se retomara el proyecto del Código Penal de 1985 el cual indicaba textualmente: “para que una conducta sea punible se requiere que lesione o ponga en peligro, sin causa justa, el bien jurídico tutelado”. Con ello no sería ilegal comprar de manera formal un arma de fuego, pero si necesario la licencia para su uso, razonamiento lógico para el común de las personas excepto para los encargados de legislar este tema.
A falta de un “Plan Boluarte” la manera idónea de hacer frente a la inseguridad ciudadana es promoviendo leyes suficientemente claras y efectivas que faciliten la operatividad de nuestras fuerzas del orden. Así como un efectivo control de la comercialización de la venta de armas de fuego dificultara su abastecimiento a los delincuentes, también un estricto examen psicosomático y práctico para el civil que pretenda hace uso de ellas evitará desgracias por negligencia como las del señor O’Neill.
Parafraseando a nuestro recordado Nicomedes Santa Cruz habría que pregonarles a nuestros insignes congresistas… “A Disparos Aprendí”