Opinión

Venezuela, entre la polarización y el futuro incierto

En Venezuela hay polarización política, derivada de la crisis económica. A diferencia de Argentina o Perú, donde existe una menor o mayor atomización, fraccionamiento político e indiferencia de la mayoría de la población por la cosa pública, en Venezuela el rechazo a Maduro es evidente, así como la existencia de sectores -manipulados o no- que lo apoyan.

¿Qué podemos sospechar sobre el futuro inmediato de esta nación que cuenta con las mayores reservas probadas de petróleo del planeta?

Aquí, un breve ensayo.

Tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, Fidel Castro declaró sucesivamente su filiación socialista y adhesión a la Unión Soviética. A la par, hubo un progresivo esfuerzo para expulsar al régimen de la isla, incluyendo el mal calculado desembarco en Bahía de Cochinos. Hasta que los acuerdos entre Kennedy y Jruschov comprometieron a los EE. UU. a desistir de cualquier intento «abierto» para sabotear el régimen de La Habana.

La URSS se desmoronó, el comunismo fracasó, Fidel Castro murió y Cuba dejó de ser una amenaza para los “gringos”, quienes la abandonaron a su suerte, esperando que, por gravedad o algún vitalismo, lo que sobreviva de los viejos barbudos termine por desmoronarse.

Los años han transcurrido y, por diversos motivos que he analizado en otras entregas, la isla sigue naufragando entre el olvido y la indiferencia.

Me temo que Venezuela seguirá el mismo camino si no entendemos la amenaza moral y económica que representa para la región.

Con Chávez vivo y la sucesión de Maduro, un importante apremio internacional -sobre todo desde América- se sostuvo con sanciones económicas y el respaldo a algunas operaciones internas, como la proclamación de Juan Guaidó como presidente de la República -reconocido por varios países del planeta- y su fracasado intento por sublevar algunas unidades militares.

Incluso la formación del Grupo de Lima tampoco pudo doblegar al régimen de Caracas. Los ingentes recursos petroleros, el éxodo forzado de las dirigencias políticas opositoras, la pobreza económica estimada en el 90% de la población y la consolidación de un núcleo duro aferrado al poder explican la permanencia de la dictadura criminal ahora encabezada por ese espantajo conocido como Nicolás Maduro. Y la inestabilidad política propia de cada país, junto con las asonadas populares del 2019, han prolongado la solución de un problema que nos atañe a todos.

Cuando Guaidó asumió el interinato en enero de 2019, viajé a Caracas para saludar su valentía. Lo hice motivado por el mismo impulso indoamericanista que conmovió a los jóvenes de la década del veinte del siglo pasado para viajar o tratar de viajar hasta Nicaragua y pelear a órdenes del insigne Sandino. Gracias a las gestiones de mi compañero de partido, Gerardo Morris -a quien devuelvo la mención que, a propósito, me hiciera hace poco conmemorando los cuarenta y cinco años de la conversión en polvo cósmico del indoamericano Haya de la Torre en la localidad de La Perla, aquí en Perú-, pude entregar una bandera indoamericana a quien asomaba como alternativa, palpar el drama de su pueblo y conversar con los dirigentes locales.

En aquella oportunidad advertí que, de fracasar aquella decidida acción, la dictadura de Maduro mantendría el poder, la oposición quedaría diluida y los países de la región quedarían envueltos por sus coyunturas en esta época de transición histórica que vive el planeta.

Ocurrió así. Venezuela fue abandonada a su suerte por la comunidad internacional indoamericana. La democrática, la progresista, es decir, la preocupada por el bienestar de su pueblo, promoviendo el desarrollo, la libertad y la justicia. No la cretina que condena el futuro de sus juventudes.

Y dado que no todos los totalitarismos son iguales, el venezolano halló su propio desenvolvimiento. Mientras, de un lado, en Alemania, los nazis concentraron todo el poder y metieron en campos de concentración de manera preventiva a los opositores -si no los mataban-; en Italia, el Duce mantuvo la figura decorativa del rey Víctor Manuel III, quien, a la postre, le dio un golpe de Estado. Del otro lado, en Cuba, Castro reunió el poder en una camarilla, sin más partido político que el suyo. Y al que no estaba de acuerdo lo metía veinte años preso, lo ejecutaba, deportaba o expulsaba -forzosa o voluntariamente-; práctica continua hasta hoy.

Devenida en tiranía, la venezolana ha optado por realizar elecciones con participación de la oposición política; segura de su populismo, de manipular el proceso o -más grotesco aún- de burlar los resultados.

Pero esta vez no contaron con el entendimiento de los diversos grupos en la oposición y menos aún con la capacidad política, el despliegue y las simpatías que despierta doña María Corina Machado.

La sola publicación en las redes de las actas electorales lo comprueba.

Y como los capítulos de la historia se construyen desde el presente, el futuro de la tierra del Libertador se juega en estos días.

Si un sector de la Fuerza Armada o la Policía, alguna unidad militar o policial se pronuncia en favor de Edmundo González -es decir, contra Maduro-, podría estallar una guerra civil, creo que corta, y colapsaría el Estado venezolano.

Si algún frente táctico del régimen «suelta las armas», como lo arenga aquella dama que enseña cómo cumplir con el deber, podría desencadenar un enfrentamiento fratricida, con serias consecuencias para la región, que retomaría su preocupación por la tierra donde precursó el boom latinoamericano.