Hace mucho que no me ilusiono con la llegada de una nueva película en cartelera. Pero antes no era así. Solía ir al cine con tanta frecuencia que tenía la tarjeta black de una conocida cadena de salas cinematográficas, como premio por mi frecuencia semanal, casi religiosa. Hace mucho que no me ilusiono y conozco la razón.
Las películas de Hollywood solían ser parte de la industria del entretenimiento. Show Business, le llaman los gringos. Hace una década, sin embargo, el entretenimiento parece haberle dado paso al adoctrinamiento. Al político, religioso, moral, etc.
Este viraje en la propia industria no ha pasado desapercibido, ni en la audiencia ni en los bolsillos de las grandes productoras. Las producciones woke terminan desencantando al público porque en su afán de ser inclusivos, tolerantes y políticamente correctos con el sentido moral de moda, se alejan de las historias con personajes propiamente construidos, cuyos conflictos y desavenencias sean percibidos orgánicamente y no impuestos por un colectivo u ONG.
Los gringos solían estrenar una película patriótica prácticamente cada año. Si no era sobre la segunda guerra mundial, podía ser sobre fútbol americano, pero siempre con el espíritu del self made man, valor que caracteriza al partido republicano.
La producción audiovisual podía ser de cualquier género, pero siempre aparecía la bandera de EEUU como recuerdo de los valores patrióticos. Esto inspiraba al país y los cohesionaba como una nación orgullosa. El hombre de Seattle y el de Miami, el de Nueva York y el de Los Ángeles sentían lo mismo.
Hoy el patriotismo ha muerto en EEUU. Es más común ver banderas de palestina o del arcoíris que ver una bandera azul y roja. Los patriotas son vistos como fascistas y los llamados antifas, muy populares en las universidades top del país norteamericano, abogan por la refundación de una nación socialista en lo que hasta no mucho era el bastión del capitalismo y la potencia número uno del mundo.
¿Qué cambió? El dominio de la cultura. “Para mantener su hegemonía, las clases dominantes deben crear y mantener una cultura que legitime y perpetúe sus intereses y valores”, sostenía el pensador marxista, Antonio Gramsci, quien hoy es el mesías de los progresistas en el mundo.
Gramsci creía que la cultura es un campo de lucha en el que las diferentes clases sociales compiten por imponer su visión del mundo. La hegemonía cultural se logra cuando la clase dominante logra hacer que sus valores e ideas sean aceptados como la norma por la sociedad en general, apareciendo como «sentido común». Esto hace que su dominio sea visto como algo natural e incuestionable.
La batalla por el sentido común parece haberse perdido. Defender la vida, la familia, el país y a Dios son propuestas “extremistas”, mientras que lo opuesto es percibido, no solo como sentido común, sino como ciencia infusa. El progresismo tan macabro y perverso es considerado de centro y normal.
Si se le entrega la academia y el arte a la izquierda, va a ser difícil contrarrestar. Los hijos de empresarios repiten el paso de sus padres, mientras que la izquierda mañosa se escabulle en las cátedras para forjar a las próximas generaciones. El empresario es visto como enemigo del pueblo. El socialista es visto como moralista. Izquierdas castrochavistas son elegidas en Latinoamérica para contrarrestar el neoliberalismo.
Ahora vayamos al Perú. ¿Por qué creen que se han ofuscado tanto los caviares con la ley de cine que los obliga a conseguir 30% de financiamiento por su propia cuenta? Saben que necesitan del acompañamiento subsidiario del Estado para existir. En nuestro país, la batalla por el sentido común aún no se ha perdido, pero si se deja de luchar un día, se puede perder para siempre.