Opinión

Heridas de guerra

Hace algo más de 30 años viví en una guerra. Hablo en singular porque las guerras son de muchos pero también de cada uno. Fue una guerra de la clase más terrible: de esa que enfrenta a hermanos. Peruanos contra peruanos. Militares, policías y civiles muertos en defensa de la República inconclusa a la que nos abrazamos ante la amenaza de una secta de mentes enfermas que reclamaba ser intérprete del devenir. Ví caer, también, a muchos de mis compañeros de partido en defensa de esa misma República, de su frágil democracia y de los ideales compartidos.

Viví en esa guerra. Recuerdo a esos héroes de Tingo María, mis compañeros, que uno a uno fueron asesinados por Sendero Luminoso tras suceder uno tras otro al Alcalde Tito Jaimes. Los recuerdo pero confieso que ya no me acuerdo de sus nombres. La herida está allí. La gesta me conmovió. Pienso en ellos y se me aguan los ojos. Vienen a mi mente los nombres de Andajes y Toraya. ¡Cayeron tántos! A mis veintitantos subía al auto que me había asignado el Banco Internacional y recogía la ametralladora del piso para ponerla a mi lado. Esa era entonces mi normalidad. Sin embargo, nunca pude hacer de la muerte -no pude, no quise- parte de la normalidad. Día a día, ante cada peruano muerto, pensaba: aún me duele, no puede dejar de dolerme y nunca dejará de dolerme. Sobreviví y mi humanidad conmigo gracias a esa letanía: aún me duele, no puede dejar de dolerme y nunca dejará de dolerme.

Los años han pasado y vivo ahora otra guerra. Vivimos otra guerra. Las heridas en el alma me visitan por las noches. Veo el reporte palaciego de mediodía y cuentan los muertos con unos números que no se parecen en nada a cada una de las bolsas negras que vemos por la noche. Los números no duelen tanto como las bolsas. Veo nuevamente a nuestros militares y nuestros policías en la primera línea de combate. Muchos, demasiados, ya han caído. Sin embargo, veo ahora también a otros combatientes en el frente: médicos, enfermeras y otros profesionales de la salud batiéndose contra un enemigo invisible, dándole la cara a la muerte con la determinación de quien se sabe capaz de vencerla. Cuando veo al personal de salud, a nuestros soldados y nuestros policías sin más protección que mascarillas de cotillón, no puedo dejar de pensar en nuestros soldados mal equipados enfrentando al invasor chileno. La República, una vez más, fabrica héroes anónimos disfrazando sus culpas entre excusas. Solo que esta vez si hay dinero para darle armas a nuestros combatientes. Por eso, los muertos de esta guerra duelen y dolerán más y espero que por mucho tiempo más. La muerte no mata; lo que mata es el olvido. Olvidar a nuestros soldados cuando aún están vivos no tiene nombre. Pensemos en que cada uno de esos médicos, enfermeras y policías, regresan a su casa cada día después de su guardia y exponen a su familia a los mismos peligros del frente de batalla. Alguna vez en el pasado me enfrenté a la Federación Médica por desencuentros que ahora me parecen nimios. Hoy me rindo ante la pasión y el coraje de los médicos peruanos. Me solidarizo con ellos y exijo que el Estado les asigne habitaciones en hoteles en todo el país, para ellos, todo el personal de Salud y de la PNP, para que puedan descansar tranquilos y no poner en riesgo la salud de sus familias.

Pienso también en nuestros soldados. Esos que estaban entre los suyos y, repentinamente, han sido llamados a servir. Ellos saben que pueden morir y van al frente dando todo a cambio de menos de 400 soles y un refrigerio.  Pienso en todos esos compatriotas que inexorablemente morirán por falta de un ventilador mecánico en alguna parte del país.  Pienso en que ya están muriendo y que en el cuadro que vemos en las redes diariamente alguna fuerza oscura quiere hacernos pensar que eso es parte de alguna normalidad.

Sepan todos ellos, nuestros combatientes, los que caigan y los que sobrevivan, que cuando esta guerra termine y la República sea re-fundada, algunos de nosotros, si Dios lo permite, no permitiremos que su sacrificio sea olvidado.

Por lo pronto, esta noche, cuando vea la escenas del campo de batalla y alguien haga el recuento de los caídos, me diré a mi mismo: aún me duele, no puede dejar de dolerme y nunca dejará de dolerme.