La Dra. Pilar Mazzetti dijo que la lucha contra el COVID-19 es una guerra. Las guerras siempre muestran lo mejor y lo peor de una nación, pero, al final, mientras las entrañas de la Patria quedan al descubierto como las de los cadáveres en los campos de batalla, sus líderes emergen creando un nuevo sueño. La guerra que hoy vivimos nos viene mostrando sin piedad las falencias de nuestra República. Hemos visto la improvisación que resulta del sempiterno conflicto entre lo importante y lo urgente: en el periodo 2001-2016 (desde entonces no pasó nada), según cifras de Proinversión, el Perú comprometió pagos por USD 29.000 millones por concesiones en 103 contratos y, de ese monto, solo USD 95 millones fueron para salud, en el Instituto Nacional de Salud del Niño de San Borja (no incluye las IPs de Essalud para los hospitales Barton y Kaelin). Como tantas veces antes -guano, salitre, caucho y demás- dejamos la salud para el poema de Vallejo. El Aseguramiento Universal de finales de la década pasada quedó trunco -a pesar de los más de 30 hospitales construidos por el Estado en 2006-2011- y aquí estamos en 2020 con una salud pública “descentralizada”, frágil e impotente, que clama un comando centralizado y masiva inversión en recursos humanos y tecnología.
Esta guerra nos ha mostrado, además, la debilidad institucional de los gobiernos sub-nacionales, incapaces de un mínimo de respuesta ante la pandemia, y -también- la desconexión surreal de nuestra clase empresarial, repartiéndose utilidades en medio de la desgracia y defendiendo sus cotos de caza (oligopolios) de rentas ilegítimas.
Dicen que después de la Segunda Guerra Mundial el mundo fue mejor. Quizás después de esta guerra ñuqanchik podamos pensar en una nueva República en la que, ante la abdicación de las clases dirigentes y la amenaza de quienes quieren ser los propietarios excluyentes del interior del perímetro Constitucional, emerjan al poder las nuevas clases medias y fundemos, así, la Segunda Republica.
Debemos aprovechar el escenario post-pandemia para corregir las deficiencias de desarrollo constitucional que nos han llevado a la frustración de la Primera República. Me refiero, por ejemplo, al Art. 61 que sanciona que el Estado combate toda práctica que limite la libre competencia y el abuso de posiciones dominantes o monopólicas y que ninguna ley puede autorizar ni establecer monopolios; y dice, también, que “los bienes y servicios relacionados con la libertad de expresión y de comunicación, no pueden ser objeto de exclusividad, monopolio ni acaparamiento, directa ni indirectamente, por parte del Estado ni de particulares.”
No hablo de enmiendas sino de leyes de desarrollo constitucional que precisen los alcances del Art. 61 para su efectivo cumplimiento. La Ley Del Castillo sobre control previo fusiones y adquisiciones (aprobada contra el lobby de todos los oligopolios) es un claro ejemplo de lo que propongo. Si se cumpliese con el espíritu de tan sólo tal artículo, se estaría eliminado las causas del malestar ciudadano que sacudió Chile y que hoy, en la cotidianidad de esta guerra, afligen a nuestro país: oligopolio y resultantes precios altos en la distribución de medicamentos; abuso de posición de dominio y/o asimetría de información de bancos, AFPs, empresas de productos de consumo masivo y en los servicios públicos; exclusión financiera y desdén por la realidad de las MYPEs, entre otras. Si se cumpliese con el espíritu del Art. 61, también el oligopolio mediático existente en el Perú, que ha sido absolutamente instrumental para el fracaso de la Primera Republica, tendría que ser disuelto (como en su momento, por ejemplo, hizo el nada marxista Ronald Reagan con AT&T).
Cuando acabe la guerra, tendremos una oportunidad para sentar las bases para la Segunda República: una República en la que, parafraseando al Senador Sherman de los EEUU en 1890, no haya ni dictadores en lo político ni dictadores en lo económico.