No es primera vez que nuestro país atraviesa circunstancias dramáticas por cuestiones de salubridad. Para referirnos a los últimos 30 años podríamos recordar la epidemia de cólera de 1991, en el primer año del gobierno de Alberto Fujimori que dejó 3.000 muertos de un total de 310.000 afectados. También lo ocurrido en el 2009 con la llamada gripe porcina que afectó al país en ese periodo y originó toda una histeria colectiva que hace que los eventos de la actualidad se vean como una especie de recuerdo, de deja vu.
Recuerdo que en esa época Don Uriel García escribía y escribía que el impacto negativo de la gripe H1N1 era más social y económico que de salud. Comparaba estadísticas y, al igual que hoy, señalaba que los problemas del país iban por el lado de la tuberculosis, las neumonías de los niños de Puno y no por el lado de la gripe porcina. Sin embargo su voz era apagada en medio de la ansiedad colectiva azuzada por una prensa en la cual predominaba el escándalo, las noticias de otras realidades y el poco rigor.
Hubo, sin embargo, una adecuada respuesta del gobierno de Alan García. El congreso de entonces, convocó al ministro de salud Oscar Ugarte el cual informó de las medidas a tomar. Estas pasaban por una agresiva campaña de educación a la población en cuanto a lavarse las manos, cómo estornudar o toser, la distancia entre las personas y el cómo saludarse evitando los besos. Hubo una muy buena campaña en medios, liderada por Carlos Carlín que tuvo un buen efecto en las costumbres y cultura sanitaria. Y las clases fueron alteradas adelantando las vacaciones no suspendiendo las mismas y conforme se fue monitoreando el nivel de avance de la enfermedad. Había ciertas contradicciones, como permitir espectáculos públicos o deportivos cuando lo que se buscaba era el distanciamiento social, pero eran licencias que se permitían como consecuencia del control de la gripe. En ese sentido es lamentable el contraste con la actualidad. No hay congreso que fiscalice o convoque a los responsables de salud, lo cual contribuye a la desinformación y por tanto al miedo, no hay un liderazgo claro en el sector y se están tomando medidas draconianas contradictorias como la suspensión de clases en colegios más no en universidades. Igualmente no se ha dicho nada respecto a los espectáculos públicos que son los principales vectores de eventuales contagios.
Parte del problema es que nuestra administración pública parece no haber aprendido nada de recientes lecciones del pasado. Nuestro sector académico, la universidad, no recurre a la evidencia fáctica, a los datos, para dar una opinión que oriente y que no asuste. Se traen noticias del extranjero que responden a otras realidades y a diferencias climáticas y no se hace el deslinde del caso. Se levanta la noticia de la Organización Mundial de la Salud respecto a la declaración de pandemia cuando lo mismo hizo en el 2009 con la frase “lo peor está por venir” siendo las consecuencias nada catastróficas.
Es difícil ir contra la corriente pero es necesario hacerlo. Las medidas tienen que ser preventivas pero no ser sobreactuadas. La afectación al turismo, la educación, la economía, será muy grave por no actuar con criterio realmente preventivo y con la serenidad que debería acompañar a un liderazgo ausente, el de un presidente sobrepasado por la situación.
Lo más efectista es suspender las clases. Pero eso no ayudará en nada a mitigar una enfermedad que viene del exterior y que por ahora nos brinda ventajas climáticas. Lo más triste es que hay campo de acción para la prevención buscando no afectar la economía y en especial a los servicios, como el turismo, comercio y educación. Pero Vizcarra ha elegido el camino de la dramatización simplemente para buscar algunos puntos de popularidad.