Opinión

La peor de las guerras

Lo que tenemos frente al Covid es una guerra, porque requiere el empleo de todos los recursos del país puestos al servicio del objetivo superior que es la victoria.

La guerra es la decisión más trascendente que un pueblo adopta. Revela el espíritu de la Nación. El carácter de sus hombres. Hay otras actividades que muestran esta resolución. Por ejemplo, el deporte, en particular el fútbol. La disciplina táctica de los alemanes, la autoconvencimiento de los argentinos, la alegría de los brasileros. Pero es la guerra el momento supremo que pone a prueba a la Nación en conjunto.

El cabo Upham recuerda como “la guerra educa los sentidos, enciende la voluntad, perfecciona la constitución física, puede enfrentarnos en una colisión interior e inusitada en momentos críticos que el hombre es la medida del hombre”. Y el capitán Miller le responde: “creo que es la forma de Emerson de verle el lado bueno”.

En guerra se forjan lazos para el futuro que solo aparecen en combate y quedan grabados como ejemplos de entrega. También saca lo peor de las personas. En guerra, un hombre amable, circunspecto, inopinado en circunstancias normales, puede convertirse en un personaje ruin o en un criminal despiadado.

Lo que tenemos frente al Covid es una guerra, porque requiere el empleo de todos los recursos del país puestos al servicio del objetivo superior que es la victoria. Las prioridades cambian. Todos los esfuerzos quedan condicionados por la victoria. Nuevas medidas fiscales se dictan para obtener recursos que utilizaremos para enfrentar al enemigo, el Estado asume el control de la actividad pública y privada, la circulación se restringe, los servicios públicos pueden verse afectados y la información es censurada, todo según el curso del conflicto. En esta guerra no convencional, nuestras casas se convierten en trincheras para enfrentar al enemigo, como lúcidamente lo expresó el General César Astudillo, jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, a poco desatarse el enfrentamiento.

La guerra impone sacrificios colectivos. El ocio y la diversión quedan de lado. La ganancia de los negocios privados se reduce porque las actividades económicas se ven afectadas. Obligados por la aparición del virus, hay un repliegue estratégico hasta que, con la vacuna en la mano, pasamos a la ofensiva. Tanto el repliegue -cuando el virus ataca y ocasiona las primeras bajas-, como la ofensiva -cuando la vacuna está lista-, requiere planificación, estrategia, táctica, técnica; pero por encima de todo liderazgo.

El liderazgo es fundamental para la victoria. El líder decide, ordena, dispone, comparte los riesgos con su personal. Consciente de su responsabilidad es el primero en levantarse y el último en acostarse. Lo sabe todo y si no lo sabe, aprende rápido porque su obligación es transmitir confianza y seguridad. El liderazgo se afianza impartiendo órdenes claras, precisas que todo el personal entiende, acata y ejecuta.

Los sacrificios personales que impone la guerra en todos los niveles, al líder obliga a una exposición mayor. Sus proyectos personales quedan de lado. En el momento de suprema responsabilidad cumplirá con su deber aún a costa de resignar su vida o la de los suyos, quienes seguirán el ejemplo del líder.

En esta guerra no convencional, el arma decisiva es la vacuna. Y hacen bien los gobiernos en inmunizar primero al personal de Salud expuesto antes que otros al virus. También a sus máximas autoridades, porque se entiende que estas lideran la lucha y su exposición es diaria, visitando hospitales, supervisando repartos, levantando la moral de la población. Además, frente a la desconfianza que produce la vacuna en algunos ciudadanos qué mejor el ejemplo de inocularse frente a todos. ¡Vamos a poner el hombro y yo soy el primero en ponerlo!

Pero hacerlo subrepticiamente sacando ventaja de la posición política que uno tiene, es delito de alta traición.

Nada lo justifica.

Que el presidente de la República se inocule una vacuna experimental, sin comunicar siquiera a sus ministros y a sus más cercanos colaboradores es -solo para empezar- una irresponsabilidad mayúscula en medio de una guerra donde los partes diarios, vale decir la información es fundamental. Comprueba, una vez más, la poca estatura política de quien ejerció la primera magistratura de la Nación. Queda por conocer si tal espontánea confesión fue realizada ante una inminente confirmación pública, pero claro está que, ante el temor por el avance del virus, los protocolos, las medidas de seguridad o cualquier sacrificio personal quedaba de lado. Más importó asegurar a la familia, apenas con los primeros resultados positivos de las investigaciones.

PARA ENERO, la vacuna de Sinopharm había sido aprobada en el Perú y la información sobre su alta eficiencia donde venía siendo aplicada, era abundante. Entonces, aprovechar la condición de ministro de Salud o Canciller de la República para vacunarse y hacer lo propio con su entorno familiar es otra traición a la confianza depositada y merece la máxima sanción que se impone en una guerra.

Por supuesto siempre abundarán las excusas: estuve “en contacto con varios funcionarios que resultaron positivos al coronavirus”, “tenía que viajar”, “soy una persona de riesgo”, “cedí ante la inseguridad y los miedos”; mientras millones siguen sufriendo por un poco de oxígeno o una cama en un hospital; pero nada, absolutamente nada justifica tal ventaja. Mas bien revela el carácter de quienes ejercen cuotas de poder que, como en otras guerras que hemos enfrentado, son incapaces de ofrecer su máximo sacrificio por la Patria.

Muchas veces estos personajes han brindado un largo servicio a la Nación, pero durante su actuación estelar flaquean, abrumados por la responsabilidad o agotados física o mentalmente. La Historia no recordará su expediente sino la alta traición cometida.

MARIANO IGNACIO PRADO justificó su deserción aduciendo la urgencia por adquirir armas para combatir al enemigo que había hundido el Huáscar, ocupado Tarapacá y amagaba Tacna. Sus rivales políticos aprovecharon la oportunidad para acusarlo de haber huido con lo recaudado en diversas colectas públicas. Esta, como otras acusaciones, son falsas; pero cualquiera haya sido la motivación, abandonar el país en guerra, con el enemigo ocupando el territorio patrio, es censurable y merece la máxima condena. Sin embargo, detrás de toda esta discusión queda la prueba del escaso porte de quien ejerció la primera magistratura de la República, para comprender el impacto que pueden tener sus declaraciones o las decisiones que tome. Tan claro como en el caso anterior.

Prado no midió el impacto de su decisión, aun cuando actuó conforme a ley. Su deber era continuar siempre al frente. Obrar el máximo esfuerzo por construir una unidad nacional. O renunciar. Porque la función pública exige un sacrificio que, en medio de una guerra, puede alcanzar hasta la obediencia de Abraham. ¡Cuántos epónimos de la Guerra del Pacífico entregaron la vida de sus hijos, asaz desconocidos!, ¡cuántos alcaldes han fallecido en medio de esta guerra que enfrentamos, atendiendo a sus vecinos, repartiendo ayuda, cumpliendo con su deber!

Quien no está dispuesto a entregar su vida al servicio de la Nación… renuncie, pero no excuse sus miedos una vez descubierta su traición.

Toda guerra deja héroes cuya actuación se convierte en ejemplo a seguir. Toda guerra tiene su cuota de cobardes. Ha estos les corresponde subir al cadalso. En honor a José Toribio Pacheco, Daniel Alcides Carrión, Javier Pérez de Cuellar, Valentín Paniagua.